Franjas electorales y deepfake: por qué necesitamos reglas para el uso de inteligencia artificial en campañas políticas
21.10.2025
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21.10.2025
La autora de esta columna sostiene, a propósito del uso de imágenes generadas con inteligencia artificial en la campaña de Marco Enríquez Ominami, que es necesario normar su uso. «El riesgo de un exceso regulatorio existe, y hay que evitarlo. Pero la ausencia total de normas puede ser aún más peligrosa. El constitucionalismo no puede darse el lujo de permanecer en silencio ante tecnologías que alteran la manera en que concebimos conceptos tan básicos como ‘realidad’, ‘identidad’ o ‘debate público’ (…) Abrir este debate no es un capricho académico o teórico, sino una necesidad política: si no lo hacemos ahora, corremos el riesgo de que la próxima campaña presidencial no se dispute en el terreno de las ideas, sino en el de las ficciones algorítmicas y deepfakes. Y en ese escenario, lo que está en juego no es únicamente el respeto a los derechos fundamentales, sino también la calidad del debate democrático», concluye
Créditos de portada: reproducción franja electoral CNTV
Hace algunos días, una franja presidencial llamó la atención por el uso de inteligencia artificial en su contenido, un recurso que, más allá del ruido electoral, plantea preguntas de fondo. En su espacio televisivo, el candidato Marco Enríquez-Ominami incluyó imágenes generadas con esta tecnología en las que aparecían diversas figuras del espectro político chileno en situaciones ficticias. Entre ellas al presidente Gabriel Boric, a la ex embajadora en México Beatriz Sánchez, al ex ministro Giorgio Jackson y a otros aspirantes presidenciales como Johannes Kaiser y José Antonio Kast, en escenas que jamás ocurrieron. Algunas de estas imágenes mostraban al ex ministro bailando al interior del palacio presidencial, otras caricaturizaban a los candidatos mencionados en contextos bélicos o autoritarios: Kast retratado con la vestimenta del dictador Augusto Pinochet y Kaiser a bordo de un tanque de guerra.
La estrategia no es nueva en la política contemporánea. En distintos países, el uso de inteligencia artificial para manipular imágenes y videos —los llamados deepfakes— se ha convertido en un recurso cada vez más habitual. Sin embargo, este episodio nos obliga a detenernos en una cuestión mucho más profunda: ¿dónde trazamos el límite entre la libertad de expresión y el derecho a la vida privada cuando hablamos del uso de imágenes generadas por inteligencia artificial? No estamos ante un simple experimento propagandístico. Lo que está en juego es cómo el derecho puede (y debe) responder ante tecnologías que reconfiguran las formas tradicionales de comunicar y representar a las personas en el espacio público.
La Constitución chilena, en su artículo 19 N°4, asegura el respeto y protección a la vida privada y a la honra de la persona y su familia. Este derecho no se limita a evitar intromisiones arbitrarias o a impedir la difusión no autorizada de datos íntimos. Su núcleo más profundo se relaciona con la autonomía individual y con la posibilidad de cada persona de construir y resguardar su identidad. En el derecho comparado, el Tribunal Constitucional Federal Alemán, en el caso Microsensus (1969), sostuvo que el derecho a la vida privada constituye una condición necesaria para la autodeterminación, el desarrollo de la personalidad y la realización individual.
Cuando una herramienta tecnológica crea una imagen falsa pero verosímil de una persona real y la difunde masivamente en un contexto político, lo que está en juego no es solo la “honra” en un sentido tradicional, sino algo más profundo: el control sobre la propia identidad. En la era de la inteligencia artificial, el problema ya no radica únicamente en que alguien divulgue información privada sin consentimiento, sino en que se atribuyan conductas, discursos o posturas que jamás existieron, acompañado de una imagen o video de aspecto real de la persona. Ese tipo de intervención no solo invade la esfera personal, sino que puede afectar directamente la reputación pública, la trayectoria profesional y, más ampliamente, el proceso mediante el cual la ciudadanía forma sus opiniones políticas.
Ahora bien, como contracara, no podemos olvidar que el artículo 19 N°12 de la Constitución consagra la libertad de emitir opinión y de informar sin censura previa. Este derecho ha sido considerado una piedra angular del régimen democrático, pues permite la circulación de ideas, el debate público y el control ciudadano sobre el poder. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido en diversos pronunciamientos, citando a su símil europeo, que la libertad de expresión es condición esencial para la existencia de una sociedad democrática y ha sido clara al señalar que este derecho es también “conditio sine qua non” para que los partidos políticos, los sindicatos, las sociedades científicas y culturales, y en general, quienes deseen influir sobre la colectividad puedan desarrollarse plenamente, incluso protegiendo expresiones que resultan ofensivas, chocantes o perturbadoras, justamente porque la democracia necesita de un debate libre, plural y abierto.
Como se puede apreciar, en el ámbito político esta protección se intensifica. Las ideas, las opiniones y las críticas formuladas en el contexto electoral deben gozar de un nivel particularmente alto de salvaguarda, precisamente porque están en el corazón del debate público y democrático. Además, la Constitución chilena garantiza que estas expresiones se realicen por cualquier medio, lo que abarca desde la prensa escrita hasta los formatos digitales y, por supuesto, las herramientas tecnológicas emergentes como la inteligencia artificial.
Sin embargo, incluso con esta protección reforzada, la libertad de expresión no es un derecho absoluto. Su ejercicio puede entrar en tensión con otros derechos fundamentales, y el desafío radica en cómo armonizarlos. El uso de imágenes generadas con inteligencia artificial nos enfrenta a una tensión especialmente compleja porque, de cierta manera, estas tecnologías estarían disolviendo las categorías más tradicionales del derecho constitucional. Al crear realidades que nunca ocurrieron pero que parecen auténticas, introducen nuevos desafíos que obligan al derecho a repensar conceptos como “hecho”, “imagen”, “honra” o “veracidad”. Ya no hablamos simplemente de sátira o de una mera exageración, sino de la fabricación de hechos falsos con apariencia de verdad. La diferencia entre la parodia legítima y la desinformación maliciosa se vuelve difusa, y el daño potencial —tanto para las personas representadas como para el electorado— crece.
Precedentes extranjeros ofrecen lecciones útiles. En Estados Unidos, donde la jurisprudencia sobre el uso de imagen ha tenido un desarrollo más amplio, ya existen fallos que abordan esta problemática. En Lohan v. Take-Two Interactive Software (2018), la actriz Lindsay Lohan demandó a la empresa creadora de un videojuego por incluir un personaje digital que, según ella, se parecía a su imagen sin autorización. La Corte de Apelaciones de Nueva York reconoció que un avatar digital puede constituir un “retrato” protegido por el derecho a la imagen, incluso si ha sido generado artificialmente, siempre que sea reconocible. Aunque el tribunal falló finalmente a favor de la empresa al considerar que el personaje no era identificable como Lohan, el precedente es claro: el derecho a la imagen puede extenderse a representaciones digitales, y el reconocimiento de esa protección depende, entre otras cosas, del grado de identificación con la persona real. Aunque se trata de un contexto distinto, el del entretenimiento digital, sus implicancias son perfectamente extrapolables al ámbito político.
Si aplicamos esa lógica a este caso, el uso de imágenes generadas por inteligencia artificial de Boric, Kast o Jackson claramente supera el umbral de lo identificable. No estamos frente a una caricatura abstracta ni a una figura genérica, sino ante representaciones digitales que el público reconoce sin dificultad. Y aunque la intención sea satírica o crítica, no podemos ignorar que se les atribuyen conductas o contextos falsos que pueden moldear la percepción ciudadana y alterar la manera en que las personas forman sus juicios políticos.
Más allá de la dimensión individual, me gustaría destacar una preocupación colectiva. La democracia depende de un debate público informado. Cuando las campañas políticas comienzan a utilizar tecnologías capaces de fabricar realidades alternativas, no solo podrían vulnerar derechos personales, sino también distorsionar el proceso deliberativo que sustenta el sistema democrático. La manipulación de imágenes puede reforzar prejuicios, difundir información engañosa o simplemente confundir al electorado, debilitando su capacidad de tomar decisiones racionales. En una sociedad como la nuestra, donde la desinformación ya es un problema creciente, la irrupción de estas herramientas puede tener consecuencias devastadoras.
Algunas personas plantean que el camino para enfrentar estos fenómenos no pasa por nuevas regulaciones, sino por fortalecer el juicio crítico de la ciudadanía. Es cierto que una democracia robusta requiere ciudadanos informados y capaces de discernir. Sin embargo, no basta con apelar exclusivamente a esa capacidad individual. La magnitud y sofisticación de las nuevas tecnologías exigen también un marco institucional o jurídico que permita comprender, debatir y abordar sus implicancias. Incluso el juicio más crítico e informado necesita condiciones institucionales que lo resguarden frente a manipulaciones diseñadas precisamente para confundirlo.
El riesgo de un exceso regulatorio existe, y hay que evitarlo. Pero la ausencia total de normas puede ser aún más peligrosa. El constitucionalismo no puede darse el lujo de permanecer en silencio ante tecnologías que alteran la manera en que concebimos conceptos tan básicos como “realidad”, “identidad” o “debate público”.
El caso de la franja televisiva de Marco Enríquez-Ominami debe ser entendido, entonces, no como una simple anécdota en el contexto electoral actual, sino como una señal de alerta sobre la distancia creciente entre nuestro marco normativo y las dinámicas tecnológicas que están transformando el espacio social y político. En lugar de dar por sentado que el derecho sabrá adaptarse con el tiempo, debemos asumir que su actualización requiere reflexión y discusión. Abrir este debate no es un capricho académico o teórico, sino una necesidad política: si no lo hacemos ahora, corremos el riesgo de que la próxima campaña presidencial no se dispute en el terreno de las ideas, sino en el de las ficciones algorítmicas y deepfakes. Y en ese escenario, lo que está en juego no es únicamente el respeto a los derechos fundamentales, sino también la calidad del debate democrático.