Gaza: ¿un callejón sin salida?
17.10.2025
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17.10.2025
El autor de esta columna repasa el contexto en el cual se llegó a la suspensión del conflicto entre Israel y Palestina, advirtiendo que «el acuerdo de Trump puede detener temporalmente la sangre, pero sin realismo político en ambos bandos, Gaza permanecerá como herida abierta, incubadora de la próxima guerra». Y agrega que «Israel debe elegir entre ser estado democrático o uno que controla millones de palestinos sin derechos. No puede ser ambas cosas».
Créditos imagen de portada: Whitehouse.gov
La historia de Hamás comienza en diciembre de 1987, cuando el jeque Ahmed Yassine fundó el Movimiento de Resistencia Islámica en Gaza. Desde su carta fundacional de agosto de 1988, la organización proclamó la destrucción de Israel como objetivo irrenunciable. Su texto rezaba con claridad brutal: «Israel existe y continuará existiendo hasta que el islam lo abrogue». La retórica antisemita no era accidental sino constitutiva. Hamás optó deliberadamente por la violencia contra civiles como estrategia militar, ejecutada por las Brigadas Ezzedine Al-Qassam bajo el mando de Mohammed Deif desde 2002.
El 7 de octubre de 2023, Hamás perpetró un ataque que dejó cerca de 1.200 israelíes muertos y tomó 240 rehenes. Deif, la misma figura que sobrevivió milagrosamente a un ataque israelí en 2014, fue clave en la operación. La masacre del 7 de octubre resulta indefendible, más allá de cualquier análisis político o histórico. Ni las décadas de ocupación ni el bloqueo económico de Gaza ni la expansión de los asentamientos en Cisjordania pueden justificar el asesinato deliberado de civiles, el secuestro de familias enteras, la violencia sexual sistemática.
Vale la pena recordar que incluso en pleno apartheid sudafricano, Nelson Mandela y el Congreso Nacional Africano mantuvieron una línea clara: nunca atacar civiles. El movimiento antiapartheid saboteó infraestructura, atacó instalaciones militares, pero trazó una frontera moral que Hamás cruzó sin vacilación. Esta diferencia no es trivial. Define la naturaleza de un movimiento de resistencia frente a una organización terrorista que instrumentaliza el sufrimiento palestino para alimentar un proyecto político islamista.
Hamás, prometiendo combatir la corrupción, ganó las elecciones palestinas en 2006 con el 45% de los votos, un resultado que sacudió la región. La guerra civil intrapalestina de 2007 terminó con el Fatah expulsado de Gaza y Hamás como amo absoluto de la franja. Desde entonces, el movimiento islamista ha gobernado de forma autoritaria un territorio de apenas 360 kilómetros cuadrados donde viven 2,3 millones de personas en condiciones de hacinamiento extremo. La densidad supera los 5.000 habitantes por kilómetro cuadrado, una de las más altas del mundo.
Entre 2008 y 2021, Hamás e Israel se enfrentaron en sucesivos conflictos. El movimiento islamista reconstruyó sistemáticamente su capacidad militar después de cada guerra. En 2021 disparó casi tantos cohetes en diez días como en 45 días durante 2014. Israel desarrolló su Domo de Hierro, pero el sistema antimisiles mostró sus vulnerabilidades aquel sábado de octubre cuando grupos de comando de Hamás atravesaron la valla fronteriza en varios puntos simultáneamente.
Lo que vino después era previsible, pero no inevitable. Israel tenía la obligación de responder. Ningún Estado puede tolerar una masacre de esa magnitud sin actuar. La recuperación de los rehenes y el desmantelamiento de la capacidad militar de Hamás constituían objetivos legítimos de guerra. El problema no fue la decisión de responder, sino cómo Benjamin Netanyahu ejecutó esa respuesta.
Netanyahu llegó al poder en 1993 como líder del Likud, heredero político de Vladimir Jabotinsky y su doctrina del Muro de Hierro. Jabotinsky sostenía en 1923 que los árabes de Palestina jamás aceptarían las aspiraciones nacionales judías, y que solo una muralla militar impenetrable los obligaría a negociar. Para Jabotinsky, el sionismo debía enfocarse exclusivamente en desarrollar fuerza militar, abandonando cualquier ilusión de convivencia pacífica.
Netanyahu internalizó esta visión como pocos. Hijo de un prominente historiador que veía la historia judía como un ciclo repetido de intentos de aniquilación, desde los romanos hasta la Inquisición española y el Holocausto, Netanyahu considera cualquier concesión territorial como preludio de la destrucción. Para él, solo un Estado judío fuerte que nunca cede puede garantizar la supervivencia del pueblo judío.
Esta ideología explica por qué Netanyahu se opuso ferozmente a los Acuerdos de Oslo en 1993, cuando Yitzhak Rabin estrechó la mano de Yasser Arafat en la Casa Blanca. Netanyahu veía en ese apretón de manos una traición al sionismo revisionista. Curiosamente, el propio Netanyahu facilitó durante años el fortalecimiento de Hamás como contrapeso al Fatah de Mahmud Abbas. Dinero catarí fluyó hacia Gaza con conocimiento israelí. La estrategia era mantener dividido al movimiento nacional palestino e imposibilitar cualquier Estado palestino viable.
Pero el 7 de octubre trastocó ese cálculo. La masacre revivió memorias del Holocausto, convirtió la doctrina del Muro de Hierro en mandato de venganza absoluta. Netanyahu lanzó una campaña militar que ha dejado más de 66.000 palestinos muertos según las autoridades de Gaza, destruyó barrios enteros, desplazó a casi dos millones de personas. La operación militar perseguía, según muchos analistas, no solo destruir Hamás sino expulsar a los palestinos de Gaza. Una limpieza étnica que revive ecos siniestros del plan Madagascar, propuesto por el jurista nazi, Franz Rademacher, antes de optar por el exterminio.
Netanyahu ha sido torpe, incapaz de articular una salida política. Su guerra se prolongó más allá de cualquier lógica militar razonable. En lugar de fijar objetivos claros y limitados, optó por perpetuar el conflicto, quizás para evitar una comisión de investigación que lo responsabilizaría por el fracaso de inteligencia del 7 de octubre. Los rehenes han permanecido en Gaza durante más de dos años, violando el pacto fundamental de la sociedad israelí: nunca abandonar a un soldado en el campo de batalla.
LA IRRUPCIÓN DE TRUMP
La situación parecía destinada a prolongarse indefinidamente hasta que Donald Trump irrumpió con su característico ímpetu. El plan presentado por Trump el 29 de septiembre de 2025 tiene 20 puntos ambiciosos: desmilitarización de Gaza, creación de una fuerza internacional de estabilización, gobierno tecnocrático palestino bajo supervisión de un «Consejo de Paz» encabezado por el propio Trump, plan económico para reconstruir Gaza, y vaga promesa de un horizonte político hacia la autodeterminación palestina.
Trump doblegó a las partes mediante presión directa. Humilló a Netanyahu con una disculpa pública a Qatar por el bombardeo israelí a su territorio. Dejó claro a Hamás que no habría tregua sin la liberación total de rehenes. El 3 de octubre, Hamás aceptó devolver los 48 rehenes restantes a cambio de prisioneros palestinos, aunque evitó pronunciarse sobre el desarme. Israel aceptó los términos generales del plan.
Esto representa un triunfo diplomático para Trump. Ha reafirmado la centralidad estadounidense en Medio Oriente, consolidado relaciones con regímenes suníes furiosos por la campaña de Netanyahu, y frenado el deterioro de la imagen estadounidense como cómplice del desastre humanitario en Gaza. El ataque contra instalaciones nucleares iraníes añadió músculo militar a la maniobra diplomática.
Pero este acuerdo será solo momentáneo si no se logra estabilizar Gaza de forma duradera. El plan de Trump es voluntarista, incluso delirante en su promesa de convertir Gaza en zona económica próspera. Gaza ha quedado reducida a escombros. Su población subsiste en tiendas de campaña, sin agua potable, sin electricidad, sin sistema sanitario. Reconstruir llevará décadas y miles de millones de dólares. Y eso asumiendo que haya voluntad política, cosa que no existe.
¿Por qué esa voluntad no existe?
Requiere realismo brutal por ambas partes. Los palestinos deben reconocer el Estado de Israel como hecho irreversible. Hamás debe abandonar su carta fundacional que proclama la destrucción de Israel. La resistencia armada ha producido solo catástrofe tras catástrofe. Setenta y siete años de conflicto han demostrado que Israel no va a desaparecer.
Por su parte, Netanyahu y el Likud deben abandonar cualquier pretensión de un Gran Israel que incluya Cisjordania y Gaza. La ocupación perpetua es insostenible. Los más de 500.000 colonos en Cisjordania representan un obstáculo formidable, pero mantener ese proyecto colonial garantiza guerra permanente. Israel debe elegir entre ser estado democrático o uno que controla millones de palestinos sin derechos. No puede ser ambas cosas.
Nada de esto se ve simple. Netanyahu enfrenta elecciones en 2026 y su base política está compuesta por mesiánicos religiosos como Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvir, que hablan abiertamente de anexión y limpieza étnica. Por su parte, Hamás emerge debilitado pero no derrotado. Su liderazgo está fragmentado, su capacidad militar mermada, pero la idea que representa se alimentará del odio generado por la devastación israelí.
La fractura interna de Israel es profunda. Cientos de miles de israelíes han protestado durante dos años, primero contra el intento de Netanyahu de debilitar el Tribunal Supremo, luego por su gestión de la crisis de rehenes. El exministro de Defensa, el general Moshe Ya’alon, señaló que Israel estaba ejecutando una limpieza étnica, y el gobierno, moralmente, corrompiendo al ejército (diciembre, 2024).
Pero Netanyahu conserva apoyo sustancial. Muchos israelíes lo ven como EL salvador que ha aplastado a Hamás y devuelto la disuasión estratégica mediante la decapitación de Hezbollah en Líbano y el golpe al programa nuclear iraní. Esta división entre dos Israeles —uno mesiánico y expansionista, otro liberal y democrático— define el futuro del país tanto como el conflicto palestino.
En un artículo publicado en el The New York Times (7 de octubre, 2025), se recoge el testimonio en Gaza, de palestinos que sobreviven en tiendas en Al-Mawasi. Sus mundos desaparecieron: sus casas en Rafah arrasadas, sus trabajos destruidos, familiares enfermos sin medicinas. El plan de Trump les parece humillante, una propuesta que no garantiza derechos humanos básicos. «Nos da la sensación de que el desplazamiento será nuestra identidad», dicen algunos.
Pero, como se indica en el mismo artículo, el tiempo en el kibutz Nir Oz se detuvo el 7 de octubre. De 384 residentes, 117 fueron asesinados o secuestrados. Los triciclos, las casas de muñecas y el detergente apilados afuera de hogares calcinados dan testimonio de vidas suspendidas. Solo un puñado ha regresado. Debaten si demoler las casas quemadas o preservarlas como memorial.
El acuerdo de Trump puede detener temporalmente la sangre, pero sin realismo político en ambos bandos, Gaza permanecerá como herida abierta, incubadora de la próxima guerra. No es fácil que predomine el sentido común proclamado por el escritor israelí, Amos Oz: “La paz no solo es posible, es necesaria, porque no vamos a ir a ninguna parte. No tenemos adónde ir. Los palestinos tampoco van a ir a ninguna parte. No tienen adónde ir… ¿Dónde están los líderes valientes que se levantarán y se darán cuenta de esto?”.