Anatomía de la hipersexualización de niños, niñas y adolescentes (NNA) en la era digital
08.10.2025
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08.10.2025
El autor de esta columna analiza una realidad que preocupa a padres y profesores, que ven en los menores a su cuidado conductas hipersexualizadas gatilladas en gran medida por las redes sociales. Sostiene que es necesario una acción colectiva que limite el imperio de los algoritmos y que “proteger a nuestros hijos del mercado de la atención no es censura ni nostalgia. Es el acto de salud pública más importante para resguardar las condiciones mínimas para un desarrollo sano, defendiendo el derecho a una infancia libre de la performance constante. Es, en definitiva, actuar como la tribu que debemos ser: una que cuida y protege a su próxima generación”.
Profesores en todo Chile están dando una alarma silenciosa pero angustiante: en sus aulas ven a niñas de 8 o 9 años imitando bailes virales con una connotación sexual, cantando letras de canciones que no comprenden pero que quedan arraigadas y normalizadas en su memoria, a preadolescentes obsesionados con filtros que les fabrican un rostro irreal y a niños cuyo principal anhelo es replicar el cuerpo «perfecto» de un influencer. Esto es el síntoma de una epidemia: la hipersexualización de la niñez, impulsada y monetizada por el diseño de las redes sociales. En nuestra consulta vemos cada vez con más frecuencia niños y niñas de 10 o 12 con un consumo de pornografía en rangos de adicción. Hemos visto en Chile cómo lamentablemente se generan imágenes sexualizadas o francamente pornográficas de adolescentes a través de la inteligencia artificial.
No estamos ante un simple «adelantamiento de las etapas», sino frente a una vulneración normalizada de la infancia. Para comprenderla, es crucial mover el foco desde el comportamiento del niño hacia la arquitectura que lo induce. Quienes defienden el statu quo suelen esgrimir dos argumentos: que la tecnología es un mero espejo de la cultura y que cualquier intento de regulación es un acto de pánico moral nostálgico. Ambos son falaces.
Es cierto, la hipersexualización no la inventó TikTok. La hemos visto por décadas en concursos de belleza infantiles, en la publicidad y en la industria musical. Sin embargo, argumentar que las redes sociales son solo un «espejo» es ignorar la física del espejo. Un espejo plano refleja; un espejo cóncavo, algorítmico y con fines de lucro como el de las redes sociales, concentra, distorsiona y amplifica los estímulos más extremos hasta prender fuego, atreviéndome a decir que los impulsa.
La diferencia fundamental no es el contenido, sino el mecanismo y la escala. Antes, la exposición era finita: un videoclip en televisión, una revista mensual. Hoy, la fuente de presión es un flujo infinito, personalizado y disponible 24/7 en el bolsillo del niño. Como psiquiatras, vemos en la práctica clínica esta diferencia radical. La presión es constante, íntima y se mide cuantitativamente en likes y seguidores.
Por tanto, nuestra postura no nace de la nostalgia por un pasado idealizado, que nunca existió. Nace de la comprensión científica de que el ambiente de desarrollo infantil ha sido alterado de forma cualitativa. No es una crítica moral, es una evaluación biológica y ecológica del nuevo ecosistema digital.
La causa de este fenómeno no es una decisión consciente de los niños, sino el modelo de negocio de la economía de la atención. Plataformas como TikTok, Instagram o YouTube no son espacios neutrales de socialización; son entornos de diseño persuasivo, optimizados con un único fin: maximizar el tiempo de permanencia y la interacción para luego vender esa atención al mejor precio.
Este modelo opera bajo una lógica extractivista. Los algoritmos aprenden rápidamente que los contenidos que apelan a lo visual, lo extremo y lo provocador —y la sexualización precoz es altamente provocadora— son los más eficientes para capturar y retener la atención. Esta lógica se refleja en todos los medios tradicionales: el informe de la APA señala que en televisión los personajes femeninos son desproporcionadamente objeto de comentarios sexualizados; en videos musicales, un estudio encontró que el 57% de los videos presentaban a una mujer exclusivamente como un objeto sexual decorativo; y en las revistas para adolescentes, el objetivo principal que se promueve para las mujeres es ser sexualmente deseables para los hombres. Así, el cuerpo infantil se convierte en un activo involuntario. Un baile sugerente, un tutorial de maquillaje en una niña de diez años o un desafío que expone el cuerpo, son recompensados por el algoritmo con visibilidad y una avalancha de validación social. El sistema no distingue entre creatividad y explotación; solo reconoce el engagement.
Esta arquitectura se apoya en principios de la psicología conductista, como los programas de refuerzo intermitente que Skinner estudió en los años 50 y que son la base del funcionamiento de las máquinas tragamonedas. La promesa de una recompensa impredecible (un video viral, una explosión de likes) mantiene al usuario enganchado, buscando repetir la conducta que le proporcionó la gratificación. Los niños no tienen las herramientas para comprender que están participando en un juego diseñado para ser adictivo y menos aún que son el producto
Desde nuestra especialidad, la psiquiatría infanto-juvenil, vemos las consecuencias directas de esta exposición. No son teóricas, son biológicas y psicológicas.
A nivel neurobiológico, la validación social masiva activa el circuito de recompensa cerebral (dopamina) de una forma muy similar a las sustancias adictivas. Cuando esta validación depende casi exclusivamente de la apariencia física, el cerebro del niño aprende una ruta peligrosa: «Mi valor y mi felicidad dependen de cómo me veo y de la aprobación que mi imagen genera en otros». Este proceso ocurre en un momento en que la corteza prefrontal, responsable del juicio crítico, la planificación a largo plazo y el control de impulsos, está en pleno desarrollo. El resultado es una tormenta perfecta: un sistema de recompensa sobreestimulado y un sistema de control inmaduro, lo que se traduce en una mayor impulsividad y una incapacidad para sopesar las consecuencias a futuro de sus acciones en línea.
A nivel psicológico, la exposición constante a imágenes idealizadas y sexualizadas desencadena procesos devastadores. La teoría de la auto-objetivación explica cómo las niñas,
en particular, comienzan a verse a sí mismas desde una perspectiva externa, como un objeto a ser mirado y evaluado. Su diálogo interno deja de ser «¿quién soy?» o «¿qué me gusta hacer?» para convertirse en «¿cómo me veo?». Esta focalización crónica en la apariencia tiene costos cognitivos directos: un estudio clave demostró que mujeres jóvenes a las que se les pidió que se probaran un traje de baño obtuvieron un rendimiento significativamente peor en una prueba de matemáticas que aquellas que se probaron un suéter, demostrando que la auto-objetivación consume recursos mentales. Por otro lado, la teoría de la comparación social se ve exacerbada hasta el infinito. Las redes ofrecen un flujo incesante de «otros» que son, en apariencia, más bellos, más populares y más exitosos. Esta comparación ascendente constante es un gatillo directo de sentimientos de inferioridad, ansiedad, dismorfia corporal y trastornos de la conducta alimentaria, cuyo aumento exponencial en nuestras consultas es una señal de alerta epidemiológica que no podemos ignorar. El informe de la APA confirma que la investigación vincula la sexualización con tres de los problemas de salud mental más comunes en niñas y mujeres: trastornos alimentarios, baja autoestima y depresión.
En esencia, estamos externalizando la construcción de la identidad, uno de los procesos más delicados de la adolescencia, a la tiranía de un algoritmo. Se configura una personalidad frágil, dependiente de la validación externa, con una profunda intolerancia al malestar y escasa capacidad para mirar hacia adentro hacia lo que somos.
Argumentar que los niños y adolescentes eligen «libremente» participar en estas tendencias es negar la asimetría de poder. Respetamos la necesidad de autoexpresión, pero es fundamental distinguir entre agencia auténtica y albedrío manipulado. La verdadera agencia requiere de un juicio crítico desarrollado y de un consentimiento informado, condiciones imposibles en un entorno diseñado para cortocircuitar la reflexión. No se puede hablar de elección libre cuando el cerebro adolescente, con su vulnerabilidad biológica a la recompensa social, se enfrenta a miles de ingenieros cuyo trabajo es precisamente explotar esa vulnerabilidad.
La respuesta ética y eficaz, por tanto, no es culpar a los padres, quienes libran un|a batalla desigual. Es injusto pedirles que eduquen y pongan límites mientras el entorno digital opera activamente en contra de sus esfuerzos. La batalla, además, no es solo contra la tecnología, sino contra un entorno social que la valida. Un estudio de la American Association of University Women reveló que el 63% de las niñas informaron haber sufrido acoso sexual «a menudo» u «ocasionalmente» en los colegios. La responsabilidad debe ser compartida y estructural.
La regulación de gigantes tecnológicos es compleja, pero tildarla de utópica es una falacia. La historia está llena de regulaciones que en su momento parecieron imposibles, desde la industria del tabaco hasta la seguridad automotriz. Recientemente, la Ley de Servicios Digitales (DSA) de la Unión Europea es un ejemplo concreto de que es posible exigir responsabilidades.
La regulación no debe centrarse solo en censurar contenidos, sino en auditar y normar el diseño de las plataformas. Se debe exigir transparencia algorítmica y prohibir las arquitecturas adictivas dirigidas a menores. En este esfuerzo, el Estado tiene el rol irrenunciable de proteger a los ciudadanos. Al igual que el bloquear y sancionar empresas de apuestas y pornografia que le den acceso a niños y adolescentes.
Paralelamente, necesitamos una alfabetización digital crítica en las escuelas, tal como recomienda el informe de la APA. No basta con enseñar a usar un software; debemos enseñar a los niños a entender su modelo de negocio y a identificar la manipulación.
Proteger a nuestros hijos del mercado de la atención no es censura ni nostalgia. Es el acto de salud pública más importante para resguardar las condiciones mínimas para un desarrollo sano, defendiendo el derecho a una infancia libre de la performance constante. Es, en definitiva, actuar como la tribu que debemos ser: una que cuida y protege a su próxima generación.
El cerebro no espera y la infancia no se repite.