Agresiones en el hospital base de Osorno y la «banalidad del mal»
07.09.2025
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07.09.2025
La autora de esta columna escrita para CIPER analiza el caso de la agresión a un funcionario del Hospital de Osorno con TEA por parte de sus propios compañeros. Sostiene que «lo que resulta intolerable es pensar que un hospital pueda transformarse en escenario de tortura sin que nadie lo haya detenido. La violencia no aparece de la nada: brota cuando la cooperación se quiebra, cuando el reconocimiento se degrada y cuando el pensamiento crítico se suspende».
Créditos imagen de portada: Alexis Carvajal / Agencia Uno
La reciente filtración de videos en los que un funcionario con Trastorno del Espectro Autista (TEA) fue atado, golpeado y vejado por cuatro colegas en el Hospital Base San José de Osorno ha generado conmoción pública. Lo que en las imágenes aparece como un espectáculo de humillación y crueldad, que ha derivado en la condena en redes sociales a quienes fueron sindicados como agresores, no puede explicarse solo por la conducta aberrante de estos individuos. Más bien revela un entramado institucional donde la violencia se toleró, se silenció y finalmente se normalizó. La pregunta decisiva, entonces, no es quiénes fueron los responsables inmediatos, sino qué condiciones organizacionales y políticas permitieron que este hecho sucediera y se prolongara en el tiempo sin sanción.
El psiquiatra y psicoanalista Christophe Dejours ha mostrado que la violencia en el trabajo no surge de sujetos perversos aislados, sino de contextos donde la cooperación se degrada, el reconocimiento se erosiona y los pactos de silencio reemplazan el diálogo. Cuando los espacios colectivos para discutir lo justo y lo injusto desaparecen, el sufrimiento cotidiano se transforma en resentimiento, y este resentimiento puede volverse agresión. Lo que en un inicio parecen bromas, burlas o desprecios “inofensivos”, se naturaliza hasta que la humillación pasa a ser parte del paisaje laboral. Dejours llama a esto violencia cotidiana: pequeñas heridas que, al repetirse, corroen la dignidad de las personas y abren la puerta a que la violencia extrema sea concebida como un juego, como un espectáculo que ya no sorprende ni horroriza a quienes lo presencian. El caso del hospital base de Osorno es la confirmación dolorosa de esta lógica: no se trató de un estallido espontáneo, sino del resultado acumulado de un silencio institucional que operó como complicidad.
En este punto, la reflexión de Hannah Arendt se vuelve clave. En su célebre análisis de la “banalidad del mal”, Arendt mostró que los actos más crueles no son necesariamente cometidos por monstruos excepcionales, sino por personas corrientes que suspenden el pensar y se adaptan a la lógica dominante. Lo perturbador de los videos de Osorno no es solo el acto en sí, sino la actitud de quienes participaron como si se tratara de una broma, la pasividad de quienes callaron durante años y la frialdad burocrática de quienes tramitaron denuncias sin sanción. Allí se revela la suspensión del juicio crítico: lo intolerable se convierte en rutina porque la institución ofrece un marco de indiferencia que desactiva la reflexión ética. En un hospital, espacio que debería encarnar el cuidado y la protección de la vida, la banalización de la violencia se hizo posible porque el pensar fue sustituido por obediencia, miedo o indiferencia.
Pero la lección más incómoda es que la violencia no se previene solo con sanciones ejemplares a cuatro funcionarios. Prevenir exige asumir responsabilidades políticas y colectivas. Dejours lo plantea con claridad: la violencia en el trabajo no es inevitable, pero para evitarla se necesitan condiciones de cooperación, espacios de deliberación y marcos institucionales que protejan a quienes denuncian. No basta con reaccionar frente al escándalo; es necesario reconstruir la actividad deóntica, es decir, la posibilidad de discutir colectivamente sobre lo que es justo o injusto en el trabajo. Si las autoridades públicas no aseguran políticas que reduzcan la precariedad y refuercen la protección laboral; si las direcciones institucionales no garantizan ámbitos de diálogo reales; si los sindicatos no promueven una deliberación activa y los gremios profesionales callan, entonces el terreno queda fértil para que la violencia vuelva a repetirse.
El caso de Osorno nos muestra, con crudeza, que el trabajo puede convertirse en mediador de identidad, reconocimiento y cooperación, o en escenario de sufrimiento, humillación y violencia. Dependerá de cómo se organice: si se fomenta la competencia individual, la evaluación permanente y la precariedad, se destruye la confianza mutua y se habilita el maltrato como defensa psíquica frente al sufrimiento. Pero si se promueve la cooperación, el reconocimiento y la justicia, el trabajo puede ser, como plantea Dejours, un lugar de construcción de democracia. Lo que está en juego no es solo la salud mental de las personas, sino el tipo de instituciones que queremos construir.
Lo que resulta intolerable es pensar que un hospital pueda transformarse en escenario de tortura sin que nadie lo haya detenido. La violencia no aparece de la nada: brota cuando la cooperación se quiebra, cuando el reconocimiento se degrada y cuando el pensamiento crítico se suspende. La protesta de las trabajadoras que alzaron la voz en el hall central del hospital nos recuerda que aún hay margen para resistir. Pero la resistencia solo se volverá efectiva si somos capaces de asumir que la prevención no es un gesto individual, sino una tarea política, colectiva e institucional. Porque mientras no reconstruyamos espacios de deliberación y de reconocimiento, el silencio seguirá siendo cómplice de la violencia, y la banalidad del mal continuará encontrando en nuestras organizaciones un lugar donde habitar.