El día que el fútbol dejó de ser fútbol
06.09.2025
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06.09.2025
El autor de esta columna repasa las relaciones de poder y pertenencia de las barras bravas del fútbol, a propósito de los graves incidentes en Argentina en el marco de un partido entre Independiente y la Universidad de Chile. Dice que «lo ocurrido invita a pensar cómo el fútbol reproduce las fracturas y desigualdades de la sociedad y cómo, al mismo tiempo, puede convertirse en un espacio clave para abordar —y eventualmente transformar— las dinámicas de intolerancia y polarización que lo atraviesan».
Créditos imagen de portada: Diego Martin / Agencia Uno
¿Cómo le explicas a tu hijo los repudiables y lamentables hechos ocurridos en Avellaneda durante el encuentro entre Independiente y Universidad de Chile? ¿Cómo le explicas a un futbolero que el deporte que más ama dejó de ser el mismo hace ya mucho tiempo? Yo me pregunto: ¿qué más tiene que pasar para que exista realmente una refundación profunda? Hace apenas cuatro meses nos hacíamos las mismas preguntas tras el partido entre Colo Colo y Fortaleza; parece ser que poco, o casi nada, ha cambiado.
Existe un consenso generalizado de que algo debe transformarse. Pero, ¿qué? ¿Por dónde partimos? No resulta ajeno comprender que vivimos en tiempos complejos: extrema polarización, intolerancia, violencia, crisis institucionales, desinformación organizada; y el fútbol no ha quedado al margen de este escenario. En la era actual de intolerancia, las barras funcionan como verdaderos grupos de poder, pues no solo organizan la pasión futbolera, sino que también estructuran la identidad de miles de personas, ofreciendo pertenencia y una conexión grupal. En muchos casos, este vínculo alcanza niveles de fusión de identidad: la frontera entre el yo personal y el yo social se vuelve porosa. El hincha siente al grupo como parte de sí mismo y a sí mismo como parte del grupo. Así, las metas colectivas —ganar, defender los colores “cueste lo que cueste”, enfrentar al rival— se experimentan emocionalmente como metas personales, lo que potencia la disposición al sacrificio, la confrontación e incluso la violencia.
En este proceso, las barras establecen con claridad enemigos colectivos —otras hinchadas, la policía, los dirigentes— y normalizan repertorios de confrontación aprendidos previamente en la esfera política y social. De este modo, el estadio y sus tribunas se convierten en un laboratorio de polarización, donde las divisiones de la sociedad no solo se reflejan, sino que se reproducen y amplifican en un espacio cargado de símbolos y emociones compartidas. En este escenario, las barras cumplen una doble función: ofrecen un refugio de cohesión y pertenencia para muchas personas, pero al mismo tiempo operan como plataformas de intolerancia que reproducen dinámicas de exclusión. Así, la violencia en el estadio aparece tanto como una expresión de malestar social así como un ritual de cohesión colectiva en un mundo marcado por la incertidumbre y la desconfianza.
Si lo comparamos con estudios realizados en Reino Unido y Brasil, la violencia futbolera se entrelaza con identidades masculinas hipermarcadas y prácticas de aguante (lealtad, acompañamiento al equipo) y machismo. En Brasil, las torcidas organizadas, muchas veces vinculadas a clubes o incluso a redes criminales, ritualizan la confrontación como forma de afirmar honor y pertenencia. Aunque muchas de estas peleas se desarrollan en clave simbólica más que en daño real, el trasfondo persiste: demostrar poder en contextos sociales atravesados por la violencia y la intolerancia.
Por su parte, la literatura británica sobre hooliganismo —desde los clásicos trabajos sociológicos hasta los enfoques de la psicología social de la identidad grupal— ha mostrado que estas expresiones violentas funcionan como rituales de masculinidad y cohesión, donde demostrar fuerza en contextos de alta conflictividad social e intolerancia se convierte en una norma compartida.
Bajo todo este contexto, parece ser que la frase “Lo importante es que la pelota no deje de rodar” se ha convertido en un eslogan literal. La pelota siguió rodando después del 10 de abril y también después del 20 de agosto. El “espectáculo” continuó: canchas llenas, partidos en curso, campeonatos sin suspensión y espacios carentes de reflexión sobre el valor de la vida humana por sobre un evento deportivo. ¿En qué momento nos detenemos a pensar seriamente en cómo hemos llegado a esta situación? Como sociedad, como individuos, como organizaciones, como Estado. Mientras la principal preocupación parece ser si un equipo u otro será sancionado con la expulsión de la Copa Sudamericana —y que la eventual semifinal frente a Alianza Lima efectivamente se juegue a toda costa por los derechos de transmisión y arreglos comerciales—, la vida de varios hinchas y familiares involucrados en los hechos lamentables ha cambiado para siempre.
Lo sucedido el 20 de agosto en Avellaneda debe marcar un punto de partida para reflexionar seriamente sobre la realidad actual del fútbol, más allá de su dimensión competitiva. El fútbol se ha consolidado como una institución social que organiza identidades, canaliza emociones colectivas y refleja tensiones políticas, económicas y culturales de nuestra época. En este sentido, lo ocurrido invita a pensar cómo el fútbol reproduce las fracturas y desigualdades de la sociedad y cómo, al mismo tiempo, puede convertirse en un espacio clave para abordar —y eventualmente transformar— las dinámicas de intolerancia y polarización que lo atraviesan. Mientras tanto, este hermoso deporte seguirá siendo un rehén de la intolerancia y la violencia, mientras la pasión se confunda con odio y la vida humana valga menos que el espectáculo.