¿Qué hacemos con el dolor dentro del aula?
04.09.2025
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04.09.2025
El autor de esta columna plantea el dilema de la administración del dolor propio del docente y de los estudiantes en el proceso de enseñanza. Sostiene que «enseñarles sobre el dolor (a los alumnos) no es solo escuchar, es dotar de herramientas y hacer saber que nuestra responsabilidad hacia nosotros mismos es la de cuidarnos y aprender a procesar lo que en un momento nos lastima, evitando acciones que supongan un mayor deterioro físico y/o emocional».
Créditos imagen de portada: Leonardo Rubilar / Agencia Uno
Estimado lector, le propongo un ejercicio hipotético: imagine que es docente en un establecimiento con una alta tasa de vulnerabilidad. Entendiendo, en primer lugar, que alguien vulnerable es aquel que según la RAE «puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente».
Usted está a cargo de cursos numerosos en cada sala. Al principio sus rostros le resultan ajenos, pero a medida que se adentra en la realidad de estos grupos descubre que hay grandes talentos y destrezas, pero en gran medida la realidad es que el potencial se ve eclipsado por autoestimas quebrantadas por el azote de la apatía, por sesgos familiares que aterran toda oportunidad de expresión, por ilusiones basadas en la mera idea de escapar de una realidad desfavorable, por silenciosas ideaciones suicidas, abuso de sustancias y esperanzas depositadas en relaciones poco sanas, mediadas por conductas inapropiadas para su edad.
De aquí pasamos a una segunda problemática: usted es el profesional a cargo de la enseñanza de este grupo, pero no hemos hablado de alguna asignatura en particular, y en el sentido en el que apunta este escrito, la verdad no importa. Tampoco hemos establecido un grupo etario, pues infantes y adolescentes juegan por igual.
Ante esto, vale decir que la relación entre el aprendizaje académico y emocional va fuertemente entrelazada, aunque en ocasiones parecieran tener una conexión asintótica, pues todos podemos caer en la ingenua sensación de que los estudiantes de buen rendimiento no arrastran consigo congojas y silenciosos gritos de auxilio.
Vuelvo a usted, hipotético profesor o profesora cuya formación nunca apuntó a dejar de lado sus responsabilidades para escuchar y aconsejar —muchas veces sin llegar a una solución concreta— respecto de las muchas problemáticas que podría acarrear una persona de tan corta edad. Por lo mismo le pregunto, ¿qué es lo correcto cuando conoce realidades que pueden quebrar su temple, pero no puede permitirse caer, pues la persona que lo necesita ya está rota?
La respuesta es compleja y muchas veces —por no decir la mayoría— no tendrá el tiempo para dilucidar qué es lo más apropiado. Junto con eso, usted probablemente sepa que no puede —ni debe— solucionar el problema por esa persona, pues debe aprender a vivir con el dolor.
Si bien es un hecho que muchos establecimientos cuentan con equipos y herramientas de apoyo para el correcto abordaje de la situación —las cuales, a veces, llegan a buen puerto—, es probable que usted deba abordarlo sin nada más que buena disposición para no dejar solo al estudiante que necesita de un adulto que le inspira confianza. Sería válido decir en este sentido que es como un ave que sin saber si está lista, debe caer al vacío para descubrir si es capaz de volar.
Apoyar a un estudiante es como una ruleta rusa en la que no sabemos si tendremos otra oportunidad, pues su estabilidad es volátil, y si no es usted —probablemente— nadie le brindará la oportunidad de procesar sanamente sus aflicciones. Sabe que nadie le aconsejará ni promoverá un acercamiento real a profesionales de la salud que le enseñen sobre el dolor, y no hay una ecuación, hecho histórico o corrección gramatical que pueda dar respuesta a la necesidad de protección que impera.
Enseñar cómo procesar el dolor no suele figurar en la malla curricular de nuestra formación. Por otra parte, es inevitable que el estudiante se enfrente a esto, muchas veces con reiteraciones e intensidades poco amigables a su edad y madurez, y es un aprendizaje necesariamente empírico, impredecible y con secuelas que sin el debido tratamiento perdurarán hasta corromper la integridad del sujeto.
En este sentido, un análisis realizado por las académicas Camila Fernández, Camila Tripailaf y Katerin Arias hacia las Bases Curriculares muestra que la educación emocional está prácticamente ausente en todas las asignaturas, salvo en Orientación. Esta ausencia transversal evidenciada en la investigación es prueba del error estructural hacia el proceso formativo de los estudiantes a nivel emocional, lo cual gatilla en problemas de individualización de los procesos emocionales dentro del contexto escolar, y por lo tanto, en una ramificación de dificultades en las demás actividades a realizar.
El propósito de esto no es hacerlo sentir culpable por una profesión que no ejerce realmente, sino, reforzar el diálogo con los jóvenes, entender su realidad y apoyar sus procesos, pues una palabra —o un silencio— puede parecer superficial para nosotros, pero resulta altamente significativa para ellos.
Es cierto que dentro de los establecimientos tenemos mayor acceso a acercarnos y generar lazos de confianza, pero debe ser un trabajo conjunto en el que el desarrollo afectivo y académico vean involucrados a los profesionales y a las familias, de lo contrario, nos encontraremos con realidades que no somos capaces de abordar.
Para cerrar el ejercicio, la invitación es a preocuparnos no cuando el problema sea evidente o inevitable, sino a pensar en los jóvenes, quienes muchas veces callan y esconden el dolor que sienten.
Enseñarles sobre el dolor no es solo escuchar, es dotar de herramientas y hacer saber que nuestra responsabilidad hacia nosotros mismos es la de cuidarnos y aprender a procesar lo que en un momento nos lastima, evitando acciones que supongan un mayor deterioro físico y/o emocional.