Tragedia en el Altiplano: la caída del MAS y el repliegue de la izquierda boliviana
22.08.2025
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22.08.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER profundiza en los datos de la primera vuelta electoral en Bolivia, y anticipa el escenario que tendrá el nuevo gobierno, independientemente de quién triunfe en el balotaje. Sostiene que “si el gobierno fracasa y Evo Morales logra capitalizar el inevitable descontento desde su repliegue estratégico, el país podría caer en una espiral de confrontación aún más profunda y peligrosa. Ya no sería una simple lucha entre partidos, sino un choque frontal entre el sistema institucional y una masiva fuerza social que, sintiéndose expulsada de él, podría optar por desafiar sus cimientos”.
Créditos imagen de portada: Agencia Uno
El domingo 17 de agosto, Bolivia no solo votó, sino que asistió al dramático final de una era. Los resultados pintaron un nuevo mapa político que definirá el futuro de Bolivia: el ganador fue el candidato de la Democracia Cristiana, el senador Rodrigo Paz Pereira, con un sorpresivo 32,16%, mientras que en segundo lugar se consolidó el retorno del expresidente conservador Jorge “Tuto” Quiroga, con un 26,62%. El veredicto expresado por más de cinco millones de ciudadanos llevó a muchos analistas a sentenciar la caída definitiva del hegemónico Movimiento al Socialismo (MAS) y asegurar un giro irreversible hacia la derecha en el país altiplánico.
Pero claro, pocas veces lo superficial explica la complejidad social. La historia clave de esta elección no está en quién ganó, sino en cómo perdió el Movimiento Al Socialismo. Su colapso no fue una simple derrota: fue una tragedia griega en tres actos, una inmolación pública que, paradójicamente, podría esconder la clave de su futura supervivencia.
Toda gran tragedia comienza con una falla interna, un conflicto inminente entre dos figuras: Antígona y Creonte, Aquiles y Agamenón, Evo Morales y Luis Arce. La caída del partido más poderoso de la historia contemporánea de Bolivia no fue obra exclusiva de la oposición, sino de una encarnizada guerra con tintes fratricidas. Lo que comenzó como una tensión entre el poder simbólico del líder histórico y el poder formal del presidente en ejercicio, mutó en una batalla por el alma del “proceso de cambio”.
Desde la psicología, este fenómeno podría entenderse como un colapso de la identidad social ideológica del partido. La lealtad al MAS, forjada durante años contra un enemigo externo –la derecha imperialista—, se fracturó cuando el adversario principal pasó a ser interno. Los “evistas” y los “arcistas” comenzaron a verse mutuamente como traidores. Evo llegó a calificar a su antiguo delfín como un “peón de la derecha”. En tanto, el presidente en ejercicio acusaba a su antiguo líder como un traidor y envidioso por el poder perdido.
Esta guerra interna no ocurrió en un vacío, sino que fue el ruido de fondo de un derrumbe económico que la ciudadanía sentía cada día. Mientras la economía se desmoronaba —con una inflación galopante y una humillante escasez de dólares y combustible—, las facciones del MAS se dedicaban a sabotearse. Así, no sorprende que el ciudadano, aplicando un manual de cálculo electoral retrospectivo, emitiera un veredicto brutal. No juzgaba promesas futuras, sino los bolsillos vacíos y las largas filas para conseguir gasolina. Fue un masivo voto de castigo contra la parálisis y el fracaso de la gestión de Arce.
La facción de Arce presentó como candidato a su ministro de Gobierno, Eduardo del Castillo, que se hundió con un irrelevante 3,14%. Por su parte, la facción de Evo le negó el apoyo al único candidato de izquierda con alguna posibilidad, Andrónico Rodríguez, quien apenas alcanzó un 8,12%. Así, el progresismo boliviano fue a las urnas con dos puñales, pero se los clavó a sí misma.
Este resultado no es solo una derrota, es la definición de un colapso de partido, tal como lo describe la ciencia política. Se cumplen todas las condiciones: una catástrofe electoral masiva, una fragmentación interna irreconciliable y un fracaso organizacional total. El MAS como vehículo institucional se desintegró en una sola noche. La pregunta que queda, entonces, no es si el partido colapsó —ya que sí lo hizo—, sino qué fue lo que sobrevivió entre sus ruinas.
Inhabilitado para competir por una polémica orden constitucional y acosado por acusaciones judiciales, Evo Morales, sintiéndose traicionado por los suyos, jugó su última carta: no apoyó a nadie. En su lugar, lanzó una campaña nacional por el voto nulo. Su consigna, “hoy votamos, pero no elegimos”, fue un llamado a la insurgencia electoral. La campaña por el voto nulo fue un acto de orgullo trágico (hybris) en su máxima expresión. Morales demostró que su honor personal estaba por encima de la supervivencia de su propio ejército. El error fatal (hamartia) de la izquierda no fue solo dividirse, sino subestimar la capacidad de su antiguo líder para sacrificar la causa común en el altar de su propia relevancia.
El resultado de esta jugada fue el elefante blanco en la habitación: un asombroso 19,73% del electorado, más de 1,3 millones de personas, anularon su voto. A nivel nacional, el voto nulo se convirtió en la tercera fuerza política. Incluso, en Cochabamba, el bastión de Evo Morales, el voto nulo se disparó a un increíble 33%.
Morales no tardó en celebrar el resultado como un triunfo personal. Fue, en efecto, un triunfo pírrico. Por un lado, fue el golpe de gracia que garantizó la derrota de la izquierda, incluyendo la facción de Arce. Por otro, fue una demostración de poder descarnado. Evo probó que, aunque no puede ganar, todavía tiene la fuerza para deslegitimar el tablero. Este no es un voto apático, sino profundamente político. Pareciera ser un acto de lealtad a un líder proscrito y de repudio a un sistema considerado viciado. Es el fantasma en la máquina electoral, una fuerza que sepultó al MAS como partido, pero que, al mismo tiempo, le dio una nueva vida a Evo como líder indiscutible de la protesta.
A simple vista, la izquierda fue eliminada. Con apenas 6 diputados en una Asamblea de 130, su poder institucional es casi nulo. Sin embargo, en sus raíces más profundas, el resultado revela que no fue una eliminación, sino un repliegue estratégico de Evo.
El 19,73% del voto nulo es la prueba de que la base social más dura del “evismo” no ha migrado a la derecha. Se ha retirado de la contienda, siguiendo las órdenes de su líder. Este millón y medio de bolivianos no son ahora votantes de Paz Pereira o Quiroga, son un ejército en reserva que opera fuera del Parlamento. El nuevo orden que representan Paz Pereira y Quiroga nace marcado por el conflicto que lo originó. Gobiernan sobre un reino cuya estabilidad es precaria, porque el protagonista de la era anterior no ha desaparecido.
El clivaje que definió a Bolivia durante dos décadas —el MAS contra el anti-MAS— ha muerto. En su lugar, emerge uno más complejo: un bloque pragmático que gobernará desde la institucionalidad versus una oposición extraparlamentaria, liderada por Evo, cuya fuerza reside en la movilización social. El desafío para el próximo presidente será monumental: no solo heredará un país en ruinas económicas, sino que deberá gobernar sabiendo que una de las fuerzas políticas más importantes del país ha decidido jugar por fuera del sistema.
El futuro inmediato de Bolivia se perfila en un horizonte cargado de tensión. A corto plazo, es casi inevitable que el país se sumerja en una crisis de gobernabilidad. Gane quien gane la segunda vuelta, heredará un mandato frágil y una luna de miel casi inexistente. La ciudadanía, agotada por la crisis económica, no votó por promesas, sino por soluciones urgentes, y su paciencia es mínima. Cualquier intento de implementar las reformas estructurales necesarias para combatir la inflación y la escasez de dólares —medidas que serán posiblemente impopulares— chocará de frente con un doble muro. Por un lado, una Asamblea Legislativa que obligará al nuevo presidente a negociar cada ley en un campo político fragmentado. Por otro, y quizás más importante, una oposición “evista” que no jugará en el Congreso, sino en las calles. El riesgo de que la parálisis política y el estallido social se retroalimenten es, por lo tanto, presumiblemente más alto de lo que querrían.
Si el nuevo gobierno sobrevive a esa tormenta inicial, el mediano plazo podría estar definido por dos batallas paralelas que determinarán el alma del próximo ciclo político. La primera batalla se librará en la arena institucional: el éxito o fracaso del nuevo presidente dependerá de su habilidad para forjar una coalición de gobierno estable, una que no solo le permita aprobar leyes, sino también demostrar una competencia que legitime su poder ante una población escéptica. La segunda batalla ocurrirá en las filas de la izquierda. Allí se decidirá si las facciones logran superar el cisma que las llevó al colapso. ¿Emergerá un nuevo liderazgo, quizás en torno a figuras como Andrónico Rodríguez, que intente reconstruir un MAS post-Evo, renovado y dispuesto a volver al juego democrático? ¿O se consolidará Evo Morales como el único y absoluto líder de la resistencia, purgando cualquier disidencia interna y asegurando que el único camino de retorno sea bajo su mando?
Si el nuevo gobierno logra estabilizar la economía y la izquierda permanece consumida en su guerra, el país podría finalmente entrar en un nuevo ciclo de pragmatismo, posiblemente conservador, dejando atrás la era de la polarización ideológica que definió las últimas dos décadas. Pero si el gobierno fracasa y Evo Morales logra capitalizar el inevitable descontento desde su repliegue estratégico, el país podría caer en una espiral de confrontación aún más profunda y peligrosa. Ya no sería una simple lucha entre partidos, sino un choque frontal entre el sistema institucional y una masiva fuerza social que, sintiéndose expulsada de él, podría optar por desafiar sus cimientos.
El telón ha caído sobre el MAS como partido de gobierno, pero su protagonista, ahora exiliado del poder formal, se niega a abandonar el escenario. Los nuevos gobernantes de Bolivia no reinarán sobre las cenizas de su enemigo, sino sobre un fantasma que tiene más de un millón de votos y una infinita sed de retorno.