El miedo es antidemocrático: una sociedad justa es una sociedad más segura
18.08.2025
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
18.08.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER sostiene que “la actual no es una ‘crisis de seguridad’, sino una crisis social en una sociedad injusta, asustada, fracturada y cada vez menos libre. Una sociedad justa no garantiza, pero aumenta sus probabilidades de ser segura. La justicia social es condición de la seguridad, y no al revés. Las sociedades justas y democráticas son más seguras, y no al revés. La seguridad implica el autocuidado y el cuidado del otro, basados en la reciprocidad, la amabilidad, el respeto y en un rechazo enérgico a la cultura del castigo”.
Créditos imagen de portada: Lukas Solís / Agencia Uno
Vivimos en “sociedades del miedo”, donde esta emoción, lejos de ser meramente individual, se ha transformado en un fenómeno social generalizado que perturba la convivencia cotidiana. La ola reaccionaria mundial se sostiene, en gran parte, en el miedo extendido, en la criminalización de las poblaciones y en una cultura del castigo. Esto da lugar a la proliferación de personajes, políticos y académicos, que ofrecen soluciones simples a problemas complejos. El miedo “altera nuestro conocimiento, nos aparta del mundo, reduce el placer, nos hace crueles, nos impide ser lo que hemos decidido ser y erosiona el tejido social”, dice Bernat Castany en su libro Una filosofía del miedo.
Los “mercaderes del miedo” han estimulado un miedo inducido, oportunista y manipulador que poco o nada tiene que ver con amenazas o peligros reales ni con el natural miedo psicológico, necesario, precautorio y adaptativo del animal humano. Estos mercaderes han generado temores, los han expandido y se han beneficiado de la pasividad de poblaciones asustadas, dispuestas a renunciar a su libertad a cambio de falsas protecciones y “mano dura” contra amenazas reales o inventadas.
El miedo en Chile ha producido una población agazapada, cabizbaja, desconfiada, irritable y agresiva, que se apresura para llegar a casa antes de que anochezca. Una población que ve delitos y culpables donde no los hay y no los ve donde sí existen. Una población a la cual los mercaderes del miedo ofrecen soluciones legales, tecnológicas, militares y paramilitares para calmar los temores que ellos mismos han producido y ampliado. La erosión del tejido social, con sus cercanías, confianzas y solidaridades, es la consecuencia política más importante y dramática de esta estrategia de diseminación del miedo a mansalva y con impunidad.
Actualmente, uno de los mecanismos más recurrentes en la construcción del miedo es la confusión intencionada entre los delitos reales y la percepción subjetiva de inseguridad. Las encuestas sobre “percepción” de delitos han sido convertidas en “datos” sobre los delitos, y todo el mundo acepta esta confusión interesada. Se difunden cifras alarmantes y se seleccionan casos extremos, presentándolos como la norma para generar la impresión de que la delincuencia está fuera de control y el Estado está sobrepasado e inerme, incluso cuando las estadísticas oficiales no respaldan esta visión.
Es fundamental distinguir entre delitos y miedos, ya que son variables que, si bien pueden correlacionarse, son independientes. Chile, por ejemplo, es una “sociedad del miedo”, pero no es, comparativamente, una “sociedad del delito” equivalente a otras sociedades latinoamericanas. La delincuencia en Chile, aunque con un incremento focalizado en algunas regiones, sigue siendo la más baja de América Latina. Chile, que por supuesto no es ni nunca ha sido Suiza, tiene, sin embargo, la más alta percepción de inseguridad en la región. El problema es que sobre estas realidades subjetivas se ha construido y se construye todo el debate público.
Es necesario enfrentarse a esto con la mayor energía política, cultural y comunicacional disponible. Por este motivo, opiniones como la de Matías Aránguiz, en este mismo medio, deben ser rechazadas con rotundidad y pasión democrática. Este autor, en una versión académica de la “mano dura”, defiende la actuación de los GAL en España y Francia y de la Fuerza Nacional en Brasil, presentándolos como ejemplos modélicos, aunque “poco simpáticos” de lucha contra el “crimen organizado”. Estas son afirmaciones falsas y peligrosas. Y no se trata de que estos ejemplos sean poco simpáticos, sino que son irreconciliables con el Estado de derecho. Los GAL fueron la expresión de un brutal terrorismo de Estado que cometió 27 asesinatos en su “guerra sucia” contra ETA. La Fuerza Nacional, por su parte, es una organización siniestra que ha desarrollado una estrategia de guerra en áreas urbanas pobres, en particular en las favelas, contra la población afrodescendiente, con allanamientos violentos, robos, intimidación y ejecuciones extrajudiciales.
En este mismo sentido, resulta sorprendente e inadmisible que, dadas las graves consecuencias sociales y políticas de la extensión de la cultura del miedo, la mayor parte de los actores políticos del llamado “progresismo” no se esfuerce con rotundidad, tesón y valentía en construir y difundir una versión alternativa frente a la estrategia reaccionaria de difusión del miedo entre la población. Lo que vemos es pasividad o, directamente, seguidismo acrítico de los diagnósticos sesgados y las interpretaciones catastróficas del populismo punitivo dominante. A lo más se ofrecen matizaciones y vagas referencias al “contexto”, pero, sobre todo, simples ablandamientos de las medidas autoritarias de las derechas y las extremas derechas, cada vez más indistinguibles entre sí.
No hay democracia con miedo social. Una democracia asustada va camino a su desaparición para ser reemplazada por los autoritarismos nuevos o por los mismos de siempre. Por eso, la primera emancipación es la emancipación respecto del miedo que han instalado en el alma colectiva. Y el miedo no se elimina ni se reduce aceptando y desarrollando políticas a partir de percepciones distorsionadas. El miedo se amortigua o se redirige actuando sobre hechos y datos fidedignos, por supuesto, pero sobre todo apostando por la recuperación de los vínculos sociales democráticos, deteriorados o destruidos por la maquinaria del miedo. Una plaza pública, con niños jugando y padres vigilantes, es una plaza segura.
Por eso, también resulta muy negativo que un político de “centroizquierda”, como Carlos Ominami, afirme que “el crimen organizado es en la actualidad el enemigo número uno de la sociedad”, añadiendo que “en la actualidad se roba o se mata más por estatus que por hambre. No se delinque para paliar los efectos de la pobreza, sino para enriquecerse rápidamente”. Estas son afirmaciones carentes de base empírica que, además, reniegan y distorsionan cualquier proyecto emancipatorio y de justicia social, invirtiendo prioridades y confundiendo enemigos.
Existe un “miedo bueno” que nos permite señalar peligros y amenazas reales y, sobre todo, distinguir entre verdaderos y falsos enemigos, al tiempo que nos prepara para evitarlos o enfrentarlos. Este es un miedo imprescindible para la supervivencia. Por el contrario, hay un “miedo malo” que nos hace ver peligros y amenazas donde no las hay y, sobre todo, nos hace equivocarnos de enemigos. Este es un miedo ideológico que se apodera del miedo psicológico, lo conduce, lo amplía y lo transforma en paranoias y fobias.
Mientras la democracia, en cualquiera de sus expresiones, directa o representativa, es expansiva y alegre, este miedo es restrictivo y depresivo. Mientras la democracia llama a la acción y a la participación, el miedo obliga a la pasividad y a la renuncia. Mientras la democracia es imaginativa y creativa, el miedo es redundante y mimético. Mientras la democracia invita a la expansión del yo junto a otros, el miedo obliga al retraimiento y a la desconfianza mutua. Nada aporta a la democracia el miedo desbocado. El actual consenso acerca de la “crisis de seguridad” engendra, voluntaria o involuntariamente, un monstruo antidemocrático.
El sometimiento al “consenso de la inseguridad” lleva a un callejón sin salida que termina, tarde o temprano, desarrollando pensamientos, actitudes y comportamientos indistinguibles de los autoritarismos. Una sociedad con toques de queda, patrullas militares en las calles, controles de identidad, guardias de seguridad, expulsiones masivas, ciudadanía armada, colegios con detectores de armas, condominios vigilados… no es una sociedad libre y segura. No es una sociedad verdaderamente democrática. Bajo el tópico de que hay que “escuchar a la calle” o “hacerse cargo de la inseguridad” se promueve una sociedad incapaz de vivir sin energías coactivas, y que, además, por supuesto, no aborda los delitos de “cuello y corbata”, como las corrupciones empresariales, institucionales y militares, tanto o más abundantes y dañinas que las anteriores.
Narcotráfico, “crimen organizado”, Tren de Aragua… son entidades reales, no cabe duda, que todo Estado democrático debe vigilar. Pero los ideólogos del miedo los han transformado en fantasmas y fetiches mucho más grandes y amenazantes que su presencia real hasta ahora en la sociedad chilena. Son significantes vacíos, fáciles de llenar con los miedos colectivos propagados, que contribuyen a reducir la preocupación y la vigilancia necesarias sobre las propias instituciones sociales vulnerables a los delitos. Tanto o más preocupante que el narcotráfico es que exista una institución como la Fuerza Aérea de Chile que no tenga defensas organizativas, de inteligencia y éticas para enfrentarse a la corrupción.
El punto de partida irrenunciable de cualquier visión progresista y/o de izquierdas contemporáneas es la justicia social y la libertad, ninguna de las dos negociables ni subordinadas entre sí. La seguridad debe ser un efecto de una sociedad libre y justa, jamás al revés. La actual no es una “crisis de seguridad”, sino una crisis social en una sociedad injusta, asustada, fracturada y cada vez menos libre. Una sociedad justa no garantiza, pero aumenta sus probabilidades de ser segura. La justicia social es condición de la seguridad, y no al revés. Las sociedades justas y democráticas son más seguras, y no al revés. La seguridad implica el autocuidado y el cuidado del otro, basados en la reciprocidad, la amabilidad, el respeto y en un rechazo enérgico a la cultura del castigo.