Las guerras silenciadas por el algoritmo
16.08.2025
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16.08.2025
La crudeza de la realidad en Gaza, o las implicancias geopolíticas del conflicto entre Ucrania y Rusia hacen que otras guerras no aparezcan en los medios, entre otras cosas porque en las redes sociales su repercusión no es similar. El autor de esta columna profundiza en el tema y sostiene que «en las guerras silenciadas, el silencio no es neutral: siempre beneficia a alguien. Mientras no se entienda que la invisibilidad es también una forma de poder, la lista de conflictos que se libran en las sombras seguirá creciendo. Y con ella, la cantidad de víctimas que no encontrarán ni un titular que lleve su historia al mundo».
En la era de la sobreinformación, el silencio también se construye. Y no es un silencio natural, sino el resultado de un engranaje tecnológico que decide, en fracciones de segundo, qué merece aparecer en nuestras pantallas y qué quedará relegado a un rincón invisible de la web. Así, mientras los titulares globales se concentran en conflictos de alto impacto mediático como Ucrania o Gaza, guerras como las de Sudán, Myanmar o la República Democrática del Congo se libran casi en la penumbra digital.
No es que estos conflictos carezcan de gravedad o de implicaciones geopolíticas. Por ejemplo, en Sudán, organismos internacionales estiman en más de 20.000 las víctimas fatales y en 11 millones las personas desplazadas por la guerra entre las Fuerzas Armadas de Sudán y las Fuerzas de Apoyo Rápido, lo que la convierte en la mayor crisis humanitaria del mundo.
En paralelo, Myanmar, cuatro años después del golpe militar de 2021, sigue sumido en enfrentamientos entre la junta militar y grupos insurgentes, con bombardeos que afectan a civiles e infraestructura crítica. A esta violencia se suman inundaciones masivas y un terremoto reciente que agravaron la situación humanitaria, dejando más de 3,3 millones de desplazados internos y más de 1,2 millones de refugiados fuera del país.
Asimismo, la violencia en el este de la República Democrática del Congo ha desencadenado una emergencia humanitaria de proporciones devastadoras. Más de tres millones de personas han sido desplazadas, muchas de ellas obligadas a dormir a la intemperie sin acceso a agua potable ni atención médica básica. Los ataques recientes del grupo M23, que dejaron más de 300 civiles muertos en julio, evidencian el nivel de brutalidad que enfrenta la población.
Estas crisis comparten un rasgo: la escasa o nula visibilidad en la agenda informativa global. En décadas pasadas, esta invisibilidad podía deberse a limitaciones logísticas o a la elección editorial de los grandes medios. Hoy, el primer filtro ya no es un editor, sino un algoritmo que prioriza aquello que considera “relevante” para cada usuario, basándose en patrones previos de consumo. El dilema es claro: si nunca hemos mostrado interés por África oriental, difícilmente veremos en nuestro feed una noticia sobre Jartum. Y, cuanto menos las vemos, menos probable es que interactuemos con ellas, cerrando así el círculo de invisibilidad.
Los gobiernos y actores armados son conscientes de esta dinámica. En algunos casos, la estrategia de comunicación no es únicamente imponer una narrativa favorable, sino lograr que el conflicto no aparezca en absoluto en el radar internacional. La ausencia de presión mediática y social permite que los combates se prolonguen sin escrutinio ni condena efectiva. Esto erosiona una de las pocas herramientas históricas de las víctimas para captar atención y solidaridad: la denuncia pública amplificada por los medios.
El reto se amplifica con el auge de la inteligencia artificial generativa, capaz de producir en segundos imágenes, audios o videos falsos que circulan junto a material auténtico. En contextos de guerra, esta mezcla no solo confunde, sino que también alimenta el escepticismo del público, debilitando la credibilidad de las fuentes legítimas. El resultado es una audiencia más desconfiada y, paradójicamente, más vulnerable a las narrativas simplificadas o directamente falsas.
El fenómeno plantea un problema político y ético de primer orden. La personalización hipersegmentada, diseñada para optimizar la atención y el tiempo de pantalla, convierte a los ciudadanos en espectadores parciales, ajenos a dramas humanos que no encajan en sus “preferencias” digitales. Esto implica que la visibilidad de una crisis no depende únicamente de su magnitud, sino de su capacidad para adaptarse al ecosistema de atención que imponen las plataformas.
Frente a este escenario, el periodismo del siglo XXI enfrenta un dilema existencial: si se limita a reflejar las tendencias de consumo, renuncia a su función de romper burbujas y de poner en el centro de la conversación aquello que, aunque incómodo o lejano, es fundamental para entender el mundo. Los medios deben cuestionar hasta qué punto están dispuestos a dejar que el algoritmo defina su agenda y, sobre todo, cómo pueden recuperar un papel proactivo en la visibilización de conflictos invisibles.
La comunidad internacional tampoco puede eludir su responsabilidad. Organismos multilaterales y gobiernos que proclaman su compromiso con los derechos humanos deben desarrollar estrategias para contrarrestar la geopolítica de la información impuesta por las plataformas digitales. Esto incluye desde campañas de visibilización coordinadas hasta sistemas de alerta temprana que no dependan exclusivamente de la cobertura mediática para movilizar recursos y atención.
En las guerras silenciadas, el silencio no es neutral: siempre beneficia a alguien. Mientras no se entienda que la invisibilidad es también una forma de poder, la lista de conflictos que se libran en las sombras seguirá creciendo. Y con ella, la cantidad de víctimas que no encontrarán ni un titular que lleve su historia al mundo.