Pobreza en pausa: cómo las organizaciones sociales detectan lo que las cifras aún no ven
13.08.2025
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13.08.2025
Los autores de esta columna enfatizan el trabajo que las organizaciones sin fines de lucro realizan en el país y cuyas mediciones debieran ser aprovechadas por el Estado para llegar más rápido y eficientemente a las personas vulnerables. Sostienen que “la Comisión Asesora Presidencial hizo bien su trabajo al transparentar una verdad incómoda: Chile es más pobre de lo que creíamos. El siguiente paso es evitar que esa cifra crezca, y para eso necesitamos algo más que estadísticas: una política social que reconozca el conocimiento territorial de las comunidades, revalorice la acción colectiva y entienda que prevenir pobreza es más justo —y más eficiente— que gestionarla una vez instalada”.
Créditos imagen de portada: Karl Grawe / Agencia Uno
Ni pobre ni seguro: así vive hoy ese 15% a 30% de los hogares chilenos que la nueva medición bautiza como “vulnerables”: familias que flotan a menos de dos sueldos mínimos sobre la línea oficial y para las que un despido, una crisis económica o una cirugía pueden significar el descenso inmediato a la pobreza. La Comisión Asesora Presidencial para la Actualización de la Medición de la Pobreza recomienda que el Estado los reconozca en sus estadísticas y políticas, advirtiendo que, para dibujar bien ese contorno movedizo, hará falta una encuesta panel capaz de seguir a los mismos hogares en el tiempo.
Desde 1987, Chile mide la pobreza según el costo de una canasta básica alimentaria. A partir de 2015, se incorporó un índice de pobreza multidimensional (IPM) que ya no mide solo ingresos, sino también carencias en educación, salud, vivienda y trabajo. Ambas metodologías sin embargo comparten una limitación: no capturan la fragilidad de los hogares que viven apenas por sobre la línea. Ese espacio gris es el que ahora se propone iluminar mediante la noción de vulnerabilidad.
Mientras el INE imagina ese instrumento, las organizaciones sin fines de lucro –OSFL– ya operan como un sistema de alerta temprana. El ejemplo más nítido es el Catastro Nacional de Campamentos de TECHO‑Chile. Entre mayo de 2024 y febrero de 2025, voluntarios y profesionales recorrieron el país con 1.780 visitas a terreno, levantaron datos georreferenciados y confirmaron la existencia de 1.428 asentamientos precarios donde viven 120.584 familias. Su ficha no se limita a contar mediaguas: mide acceso irregular a servicios, amenazas de desalojo y riesgos de desastre, convirtiendo cada punto del mapa en una luz amarilla que parpadea antes de que la pobreza quede registrada en la próxima CASEN. Desde 2001, el catastro se actualiza casi cada dos años con un objetivo explícito: diagnosticar, caracterizar y visibilizar la emergencia habitacional para incidir en las políticas públicas.
Hay otro sensor, menos vistoso pero igual de preciso, en la Fundación Superación de la Pobreza, con su programa Servicio País. Cada año desplaza a más de 300 jóvenes profesionales a las comunas más aisladas; en tres décadas ha movilizado a 6.500 participantes, cubriendo el 83% del territorio municipal y trabajando directamente con unas 20.000 personas por temporada. Estos equipos detectan, mucho antes que cualquier encuesta, cuándo una cooperativa de agua se queda sin fuentes seguras o cuándo el cierre de un aserradero pondrá a la mitad del pueblo en riesgo de caer por debajo del umbral de ingreso. Su metodología combina entrevistas puerta a puerta, mapeo de recursos y elaboración participativa de proyectos: justo el tipo de insumo cualitativo que el informe oficial propone incorporar a un “tablero de métricas de la pobreza” para complementar los números duros.
A estos ejemplos se suman muchos más. La Fundación Vivienda detecta hogares que no califican para subsidio habitacional pero viven en condiciones indignas. La Red de Alimentos alimenta a más de 500 mil personas al año a través de organizaciones comunitarias, muchas de ellas fuera del sistema formal de ayudas. Fundaciones como Fondo Esperanza o Banigualdad apoyan a microemprendedores cuyas economías pueden colapsar por una crisis sanitaria o climática. Estas organizaciones funcionan como sensores descentralizados de vulnerabilidad: monitorean hambre, deuda, hacinamiento o informalidad laboral antes de que las estadísticas oficiales reaccionen.
Pero las organizaciones sociales no sólo detectan vulnerabilidad: también construyen soluciones antes de que el Estado llegue. A través de programas de inclusión financiera, de apoyo alimentario o de acompañamiento psicosocial, las organizaciones sociales sin fines de lucro (OSFL) intervienen preventivamente allí donde los criterios de focalización fracasan. Y lo hacen con legitimidad territorial, capacidad de adaptación y experiencia acumulada. Esta labor —que muchas veces ocurre en silencio— es indispensable para transformar la nueva medición en acción política concreta.
El problema es que el sistema de ayudas funciona como una compuerta binaria: estás dentro o fuera. Si la medición subestima la fragilidad de los hogares cercanos a la línea de pobreza, terminamos excluyendo a quienes más necesitan prevención. En vez de ampliar derechos, producimos una pobreza intermitente que se apaga cuando baja el ingreso formal y desaparece cuando sube levemente, sin resolver las condiciones estructurales que la generan.
Vincular esos dos mundos —el de la estadística estatal y el de la observación comunitaria— permitiría pasar de la foto a la película. No se trata solo de reconocer que las OSFL generan información útil: se trata de darles un lugar institucional en la producción, verificación y análisis de datos sociales. Para avanzar hacia esa integración, proponemos tres pasos complementarios.
Reconocer la vulnerabilidad no es ser alarmista; es asumir que la pobreza es dinámica y que un Estado moderno debe operar como gestión preventiva de riesgos: leer las condiciones del territorio, prever el desencadenante y movilizar intervenciones antes de que el daño se expanda. Las OSFL ya están midiendo esa temperatura social. Integrarlas formalmente en la arquitectura pública no solo refinaría la estadística; también legitimaría la inversión preventiva y consolidaría confianza en un sistema frecuentemente cuestionado.
La Comisión Asesora Presidencial hizo bien su trabajo al transparentar una verdad incómoda: Chile es más pobre de lo que creíamos. El siguiente paso es evitar que esa cifra crezca, y para eso necesitamos algo más que estadísticas: una política social que reconozca el conocimiento territorial de las comunidades, revalorice la acción colectiva y entienda que prevenir pobreza es más justo —y más eficiente— que gestionarla una vez instalada.