Hiroshima, Nagasaki y la herencia del trauma
11.08.2025
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11.08.2025
Señor director:
El trauma extremo no termina con el último estallido. El trastorno de estrés postraumático (TEPT) es una respuesta neurobiológica a la amenaza vital, en la que el sistema nervioso permanece en un estado de alerta constante, como si el peligro siguiera presente. Esto produce pesadillas recurrentes, recuerdos intrusivos, sobresaltos exagerados, irritabilidad y dificultad para experimentar emociones positivas. En el cerebro, el hipocampo —clave para distinguir entre pasado y presente— puede reducir su volumen, mientras la amígdala se hiperactiva, amplificando el miedo.
Ochenta años después del azote de las bombas atómicas en Japón, se sabe que, entre los hibakusha, los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, estos síntomas no fueron aislados: se sumaron el duelo masivo, el estigma social por la radiación y la incertidumbre médica sobre su salud futura. El resultado fue una herida invisible y persistente que afectó no solo a quienes estuvieron allí, sino también a sus hijos y nietos, a través de lo que hoy conocemos como transmisión intergeneracional del trauma.
Cuando un trauma alcanza a toda una ciudad, se transforma en un fenómeno psicosocial: la confianza colectiva se quiebra, el sentido de seguridad desaparece y la comunidad queda atrapada en una narrativa de pérdida. Esto aumenta el riesgo de depresión, ansiedad y consumo problemático de alcohol o drogas, debilitando la capacidad de organización social y recuperación económica.
En Japón existe una palabra para lidiar con lo irreversible: shoganai. No es resignación pasiva, sino aceptación activa que impulsa a reparar, reconstruir y prevenir. Ese espíritu de resistencia y acción fue reconocido en 2024, cuando la organización japonesa Nihon Hidankyo, integrada por sobrevivientes, recibió el Premio Nobel de la Paz. Su trabajo demuestra que el dolor puede transformarse en un compromiso ético y político contra la violencia nuclear.
Es evidente que siempre querríamos —y deberíamos— evitar la tragedia, especialmente aquella que surge de la intolerancia humana. Pero cuando ocurre, la respuesta no puede ser el silencio ni la inercia: desde la medicina, la sociedad y la política, debemos atender a las víctimas, restaurar vínculos y generar las condiciones para que la herida no se herede.
Las cicatrices físicas pueden desvanecerse con el tiempo; las invisibles requieren cuidado activo y sostenido. Shoganai nos invita a no quedarnos en la aceptación del daño, sino a transformarlo en acción reparadora, para que la memoria no sea solo un recordatorio de horror, sino también una advertencia viva para el futuro.