El voto extranjero en Chile: entre la obligatoriedad y el desencanto
09.08.2025
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
09.08.2025
Señor Director:
Somos migrantes. Estamos aquí. Trabajamos, pagamos impuestos, llevamos a nuestros hijos al colegio, hacemos fila en el Registro Civil, nos atendemos en el sistema público y hasta celebramos las fiestas patrias como nuestras. Habitamos este país en modo completo. Pero cada cierto tiempo, algo o alguien nos recuerda, con precisión quirúrgica, que seguimos siendo “los otros” y que nunca seremos otra cosa.
El recordatorio más reciente vino envuelto en celofán democrático: el voto obligatorio.
Aparecimos en el padrón como quien despierta y descubre que lo han inscrito en una carrera sin avisarle y sin entrenar, sin consulta, sin contexto, sin una mínima pedagogía previa. De pronto, figurábamos allí, como si hubiésemos sido convocados por un algoritmo con necesidad de masa poco crítica. Sin candidaturas propias, sin representación real, sin siquiera un espacio para decir “aquí estamos”. Solo una orden: “Estás dentro. Vota”.
No es inclusión. Es la utilería del hijo de alguien que actuó en una película de payasos. Obligados, pero no invitados y mucho menos bienvenidos.
El voto obligatorio se promociona como una prueba de madurez democrática, pero imponerlo sin representación es como celebrar un matrimonio con testigos, pero sin pareja. Mucho acto, poco vínculo.
No hay formación cívica intercultural, no hay agendas que nos consideren más allá del eslogan, no hay candidaturas que hablen desde nuestra experiencia. Solo hay un sistema que nos requiere funcionales: que entreguemos la huella, no la voz.
Esto no es representación, es mantenimiento estadístico. Una democracia que se mide en planillas, no en participación consciente. Un Excel con pretensiones republicanas.
Sabemos quiénes son. Y por eso no los elegimos.
No es falta de interés. Es exceso de memoria.
Tenemos archivo, sabemos qué dijeron cuando creyeron que no estábamos escuchando. La derecha nos dibujó como amenaza nacional en su catálogo del miedo. La izquierda nos convirtió en ícono de inclusión sin contenido, estampándonos en campañas que no pasaban del afiche y que al final también nos usó como el chivo expiatorio predilecto de LATAM.
Somos multiherramienta retórica: peligro en tiempos de crisis, postal en tiempos de campaña. ¿Y ahora se supone que debemos elegir entre quien nos estigmatiza y quien nos utiliza? El voto nulo como auditoría crítica.
El voto nulo no es un error del sistema. Es la respuesta elegante a una pregunta mal planteada.
Cuando el número de votos inválidos crezca al ritmo del padrón migrante, no será una falla: será un informe, una alerta sociológica que dice: “El sistema tiene inputs que no puede procesar porque no los entiende”.
Nuestra papeleta anulada no es apatía. Es un gesto de lucidez. Un lenguaje electoral que expone la brecha entre lo que se exige y lo que se ofrece.
No me niego a participar. Me niego a simular
Como sociólogo, entiendo las lógicas institucionales. Como migrante, detecto cuando me convierten en dato decorativo.
Esto no es ciudadanía plena, es contabilidad participativa. Nos suman para validar procesos, pero nos restan de las decisiones.
Mi voto nulo no es rebeldía vacía. Es una línea de código que interrumpe la simulación democrática. Porque participar sin pertenecer no es democracia: es teatro censal.
Y nosotros, los no consultados, los archivados con vida, los que no cabemos en el PowerPoint del Ministerio, aprendimos a leer entre líneas. Y también a escribir las nuestras.
La participación sin representación no es democracia: es simulacro. Y yo no vine a simular.