El mito del “voto evangélico”… otra vez
06.08.2025
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06.08.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza la etiqueta de “voto evangélico” en el marco de las próximas elecciones y sostiene que “la diversidad del mundo evangélico no puede reducirse a una caricatura útil para intereses electorales. Si realmente aspiramos a una democracia plural e inclusiva, debemos aprender a convivir con diferencias profundas sin convertirlas en armas de manipulación simbólica. Si la democracia ha de defenderse, también debe hacerlo en el terreno simbólico: no todo lo que suena a Dios representa a todos los creyentes. Y no todo lo que se dice en nombre de la fe es fe. A veces, simplemente, es poder”.
Imagen de portada: Maroan Morales / Iglesia Bautista Argomedo
Tras los resultados de las primarias del pasado domingo 29 de julio, las estrategias políticas comenzaron a desplegarse con rapidez. No solo desde los sectores que salieron victoriosos, sino especialmente por parte de otros actores que, al ver el nuevo panorama, intentan reposicionarse y generar alianzas que les permitan obtener una cuota de poder. Una de las primeras movidas fue la retirada de Francesca Muñoz de la carrera presidencial y la decisión del Partido Social Cristiano (PSC), al cual pertenece, de entregar su apoyo a la candidatura de José Antonio Kast.
La noticia no tardó en generar reacciones. Sin embargo, más que forjar un impacto político de gran envergadura —considerando que el PSC no moviliza un caudal significativo de votantes, aunque tenga cierta visibilidad en el espacio público—, las repercusiones se concentraron en el ámbito religioso. Comenzaron a circular rápidamente afirmaciones sobre una supuesta alineación del “voto evangélico” en torno a Kast, como consecuencia directa de la decisión de Muñoz y su sector. Pero, ¿qué tan cierto es esto? ¿Implica realmente que el mundo evangélico en su conjunto apoyará a ese candidato?
La respuesta es clara (otra vez): ¡no! Y no solo porque sea una afirmación infundada, sino porque parte de una serie de supuestos profundamente erróneos respecto al funcionamiento del campo religioso, y a cómo las personas construyen sus opciones políticas. Este tipo de lecturas tiende a simplificar la realidad, como si los individuos o comunidades actuaran desde identidades ideológicas fijas y homogéneas. Pero tanto en el plano político como en el religioso, la realidad es mucho más compleja, dinámica y contradictoria.
En el caso del mundo evangélico, su vinculación con la política está lejos de ser uniforme. Como hemos señalado en columnas anteriores, se trata de un campo profundamente plural, en el que conviven múltiples visiones, prácticas y posicionamientos. Asumir que, por el hecho de que Francesca Muñoz —una figura pública con identidad evangélica— se alinee con Kast, eso implica automáticamente que los evangélicos harán lo mismo, es una extrapolación sin sustento. El primer error de esa lectura es suponer que el PSC representa al mundo evangélico en su conjunto. Aunque algunas de sus figuras provengan de espacios evangélicos, ello no implica que ese partido encarne institucionalmente la voz o las demandas de las iglesias o comunidades evangélicas en Chile. Como toda organización política, el PSC tiene sus propias agendas, intereses y estrategias, que pueden coincidir en ciertos puntos con sectores religiosos, pero que en ningún caso representan a todo un universo diverso y heterogéneo como el evangélico.
Un segundo error es suponer que existe una identificación natural entre lo evangélico y cierta agenda política conservadora, asociada a la derecha. Si bien es cierto que muchos sectores evangélicos mantienen posturas tradicionales respecto de temas como la educación sexual, los derechos reproductivos o la diversidad sexual, eso no se traduce automáticamente en un apoyo partidario a la derecha. Las opciones políticas dentro del mundo evangélico son sumamente diversas, y abarcan desde posiciones de ultraderecha hasta posturas de centro, progresistas, o incluso anarquistas. Muchas personas creyentes sostienen visiones conservadoras en el plano moral, pero al mismo tiempo apoyan candidaturas críticas del neoliberalismo, sensibles a las problemáticas sociales o defensoras de los derechos humanos. De hecho, diversos estudios y experiencias han demostrado cómo comunidades religiosas, pese a movilizarse públicamente en torno a ciertos temas “valóricos”, terminan votando por opciones políticas que responden a otro tipo de prioridades, muchas veces más vinculadas a la seguridad, la economía o las políticas sociales.
La idea de un “voto evangélico”, entonces, no solo es una simplificación excesiva, sino también una categoría ficticia. No existe un sujeto político unificado bajo esa etiqueta. Lo que sí existe es un intento, muchas veces deliberado, de ciertos actores políticos por capturar y capitalizar electoralmente una identidad religiosa, buscando generar la impresión de que tras su candidatura se aglutinan miles de fieles. En esa línea, ya hemos comenzado a escuchar voces desde dentro del mundo evangélico que rechazan esa instrumentalización, afirmando con claridad: “No en nuestro nombre”. Esas declaraciones marcan una distancia tajante frente a quienes buscan apropiarse del discurso religioso como herramienta electoral.
Esto nos lleva a una discusión más amplia y compleja: ¿puede un político o política hablar desde su fe? Por supuesto. La dimensión religiosa es parte constitutiva de la identidad de muchas personas, y no tendría sentido exigir que se la deje afuera al momento de asumir responsabilidades públicas. Sin embargo, lo que no es aceptable —desde una perspectiva democrática— es que se pretenda hablar en nombre de una comunidad religiosa sin su consentimiento explícito. Un/a político/a puede referirse a su fe personal, o incluso invocar ciertas convicciones espirituales como parte de su labor pública. Pero no puede arrogarse la representación de una totalidad que no lo ha legitimado para ello. Hacerlo es una forma de manipulación simbólica, y una grave falta ética y democrática.
Los contextos electorales deberían ser oportunidades para profundizar nuestra cultura democrática. Esto implica, entre otras cosas, abandonar los estereotipos y reconocer la complejidad de los sujetos políticos, incluidos los creyentes. La diversidad del mundo evangélico no puede reducirse a una caricatura útil para intereses electorales. Si realmente aspiramos a una democracia plural e inclusiva, debemos aprender a convivir con diferencias profundas sin convertirlas en armas de manipulación simbólica. Si la democracia ha de defenderse, también debe hacerlo en el terreno simbólico: no todo lo que suena a Dios representa a todos los creyentes. Y no todo lo que se dice en nombre de la fe es fe. A veces, simplemente, es poder.