FES, Trump y autonomía universitaria
30.07.2025
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30.07.2025
El rector autor de esta columna sale al paso del debate planteado ante la posibilidad d euna pérdida de autonomía de las universidades por el financiamiento estatal. Dice que «dicha protección (libertad de cátedra) puede robustecerse al elevarla, como ocurre en otros países, a rango constitucional. La preocupación transversal mostrada por distintos actores a propósito del debate sobre el FES parece, entonces, una oportunidad inmejorable para avanzar en este sentido evitando que, en el futuro, algún Trump ceda a la tentación de intervenir sobre las universidades para coartar su autonomía e imponer una visión unidimensional de la sociedad».
Imagen de portada: Diego Martin / Agencia Uno
El proyecto presentado por el Ejecutivo que pone fin al Crédito con Aval del Estado (CAE) e instaura un nuevo sistema de financiamiento para la educación superior (FES) ha generado un intenso debate académico y político. Comprensiblemente, se ha discutido acerca de su sostenibilidad fiscal y de las consecuencias económicas que este tendrá sobre las instituciones de educación superior. Hasta ahí lo esperable para un proyecto de este tipo. Sin embargo, en un giro bastante menos obvio, una parte no menor de las críticas han estado asociadas a los potenciales efectos negativos que el FES tendría sobre la autonomía universitaria como consecuencia de una mayor dependencia de los recursos provenientes desde el Estado. Las alusiones al presidente Trump y a lo ocurrido en universidades como Harvard o Columbia han sido incesantes tanto en el parlamento como en los medios de comunicación.
Sin perjuicio de algunas exageraciones en las que, a mi juicio, se ha incurrido, se trata de un debate no sólo legítimo sino también necesario considerando la relevancia que la autonomía universitaria tiene, no sólo para el progreso de la sociedad sino también para la propia preservación de la democracia. En efecto, tal y como se ha planteado, en principio las universidades constituyen uno de los espacios privilegiados desde los que se puede tener una visión crítica acerca de la sociedad, de las políticas públicas que en ella se aplican y del comportamiento de las autoridades que las gobiernan, con una perspectiva basada en el conocimiento y una mirada de largo plazo. También, por su naturaleza, son lugares desde los que se defienden y promueven valores universales como los derechos humanos y las libertades cívicas.
Por ello, gobiernos de carácter autoritario en todas partes del mundo han puesto y siguen poniendo a las universidades dentro de sus objetivos con el propósito de someterlas a sus intereses o a su ideología y desactivar su potencial crítico. Así ocurrió en el Brasil de Jair Bolsonaro, en la Nicaragua de Daniel Ortega y, más recientemente, en la Argentina de Javier Milei y en los Estados Unidos de Donald Trump. La estrategia favorita, en la mayoría de los casos, ha sido la de extorsionar a las universidades condicionando su financiamiento a la adopción de los criterios y/o medidas exigidas por las autoridades de turno.
Teniendo esto en cuenta, no pocas voces han señalado que, de aprobarse el FES, las universidades chilenas quedarían expuestas a medidas similares por parte de futuros gobiernos. ¿Hay indicios que nos permitan suponer que algo así ocurrirá? En principio, no. Con todos sus defectos de diseño, la gratuidad -cuyo funcionamiento implica el traspaso de ingentes cantidades de dinero público a instituciones privadas- no ha supuesto ninguna limitación seria a la autonomía universitaria, al menos en lo que se refiere a la existencia de proyectos educativos diversos. Nadie, seriamente, podría afirmar que algún gobierno haya ejercido presiones sobre las universidades para imponer su propia visión en la enseñanza o en la investigación y el diseño del FES tampoco contiene ningún elemento que facilite el control ideológico del Estado sobre la educación superior.
En realidad, en Chile la más grave vulneración a la autonomía universitaria de la que se tenga memoria ocurrió durante la dictadura. Una de las primeras medidas adoptadas por la Junta Militar en 1973 fue la de intervenir todas las universidades del país -públicas y privadas- instalando rectores delegados (casi todos militares), exonerando académicos y funcionarios que sostuvieran ideas contrarias al régimen (muchos de ellos fueron apresados, torturados y exiliados, cuando no asesinados y desaparecidos), expulsando estudiantes y cerrando carreras calificadas como subversivas.
No obstante, soy de la opinión que nunca está de más intentar fortalecer instituciones tan valiosas como la de la autonomía universitaria puesto que ellas comprometen, como se ha dicho, la calidad de nuestra democracia. Por esa razón y aprovechando la preocupación transversal que actualmente existe sobre este tema y el consenso casi unánime respecto de la importancia que ella tiene como revulsivo contra los autoritarismos de cualquier signo, es que he propuesto que se eleve el principio de autonomía universitaria a rango constitucional. Así lo indiqué cuando asistí a la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputadas y Diputados a propósito de la tramitación del FES y así lo reiteré en un reciente encuentro organizado por la Corporación de Facultades de Ingeniería de Chile en la Universidad Adolfo Ibáñez, a propósito de este mismo tema.
Algunos han objetado que ello no sería necesario puesto que dicho principio ya tendría cobertura constitucional a través de las normas que garantizan la libertad de enseñanza (especialmente el artículo 19, numeral 11). La autonomía universitaria, no obstante, es un principio que va más allá de la libertad de enseñanza puesto que supone la capacidad de las instituciones de educación superior no sólo para decidir sobre sus planes de estudio sino también para gobernarse a sí mismas, y establecer sus políticas de investigación y gestión, sin injerencia externa, especialmente del gobierno. Tal y como ha quedado claro en el debate sostenido en Chile durante los últimos días, de lo que se trata es de garantizar la libertad de pensamiento de modo tal que las universidades puedan ser la conciencia crítica de la sociedad, que puedan contravenir a las autoridades, a las modas intelectuales y a las hegemonías existentes.
Considerando dicho objetivo y dado que en última instancia son las y los académicos quienes ejercen esta autonomía, para ser operativa, ella debe venir acompañada de otro principio igualmente importante, la libertad de cátedra, que no es otra cosa sino la libertad de las y los académicos para enseñar y debatir, expresar libremente su opinión y llevar adelante sus investigaciones, sin verse limitados por doctrinas instituidas o sufrir consecuencias negativas a causa de ello. Por supuesto, se trata de una libertad que encuentra sus limitaciones en la mantención del rigor científico e intelectual y en el respeto a los planes de estudio definidos por cada institución.
Sin esa libertad, la autonomía universitaria se transforma simplemente en la libertad de los controladores de una institución respecto de lo que se puede hacer, decir o pensar en una universidad y ello, evidentemente, no garantiza en modo alguno el que ellas sean, efectivamente, la conciencia crítica de la sociedad. Sin libertad de cátedra, la autonomía universitaria no es más que un simulacro o un eslogan.
En nuestro ordenamiento jurídico, ambos principios ya se encuentran consagrados en la Ley Sobre Educación Superior (21.091). Sin embargo, dicha protección puede robustecerse al elevarla, como ocurre en otros países, a rango constitucional. La preocupación transversal mostrada por distintos actores a propósito del debate sobre el FES parece, entonces, una oportunidad inmejorable para avanzar en este sentido evitando que, en el futuro, algún Trump ceda a la tentación de intervenir sobre las universidades para coartar su autonomía e imponer una visión unidimensional de la sociedad.