Reducción de edad y endurecimiento de penas en la responsabilidad penal adolescente: reflexiones para el debate social
23.07.2025
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
23.07.2025
El autor de esta columna reflexiona sobre las voces que apuntan a disminuir la edad mínima para imputar penalmente. Sostiene que hay que considerar varios elementos del contexto de los adolescentes que ingresan al mundo delictual y que “existe contundente evidencia empírica que da cuenta sobre cómo la privación de libertad no es la respuesta adecuada para disminuir la infracción de ley en adolescentes”.
Imagen de portada: Sebastián Brogca / Agencia Uno
La seguridad ciudadana será uno de los temas de mayor relevancia y controversia durante las campañas electorales de este año, porque para la ciudadanía, la delincuencia es una de sus principales preocupaciones (IPSOS, 2024). Por eso, exige constantemente el endurecimiento de las penas y la reducción de la edad mínima para juzgar a las personas (Dammert et al., 2024).
En esta línea, diversos personeros públicos han manifestado su disconformidad con la Ley de Responsabilidad Penal Juvenil, principalmente con la inimputabilidad de los menores de 14 años. Por ejemplo, los diputados Leal, Lilayú, Moreira y Cornejo han solicitado dar urgencia al proyecto de ley que busca rebajar la edad de responsabilidad a los 13 años, y sancionar como adultos a jóvenes que entre sus 16 y 17 años sean reincidentes (Shüller, 2025). A contraparte, existe contundente evidencia empírica que da cuenta sobre cómo la privación de libertad no es la respuesta adecuada para disminuir la infracción de ley en adolescentes, principalmente porque las razones que los conlleva a delinquir radican en sus trayectorias de vida, el abandono temprano y la pobreza estructural (Carrasco et al., 2022; Domínguez et al., 2022; Ortega, 2014).
¿Cuál de los caminos a seguir será el correcto? ¿Posee relevancia la disminución de la edad en la responsabilidad penal para garantizar una mayor seguridad ciudadana? Si bien desconozco las respuestas a estas preguntas, considero pertinente tener en cuenta cuatro puntos para la reflexión y el debate.
En primer lugar, uno de los principios fundamentales para el retorno del infractor de ley a la sociedad es el concepto de reinserción (Fundación Paz Ciudadana, 2013). Sin embargo, la reinserción implica una noción básica: que la persona ha estado alguna vez inserta en el sistema social. Esta afirmación a mi juicio es una ilusión, porque los jóvenes infractores de ley generalmente habitan sociedades paralelas. La cultura en la que se desenvuelven es completamente otra (Luneke & Trebilcock, 2023; Ortega, 2014), por eso, por ejemplo, al robo le llaman “trabajo” y a la cárcel “accidente laboral”, y si bien la prisión es un castigo, no es una realidad desconocida.
En segundo lugar, está el ‘efecto barrio’ (Ortega, 2014), que explica los aprendizajes sociales que poseen las personas en virtud de su cotidianidad. Así, especialmente en contextos de vulnerabilidad, desde el nacimiento se normalizan gritos, castigos, golpes, el alcoholismo, el delito o las drogas. Estos aprendizajes se transforman en formas de vida cotidiana, produciendo “fronteras” y distancias con las normas sociales, generando prácticas de gueto. Así, lo correcto/incorrecto, lo bueno/malo y lo justo/injusto, son valores que ya no se comparten con la sociedad en general, sino solo con quienes se convive.
Como tercer punto, hay que considerar que el efecto barrio conlleva a la exclusión, por las marcadas diferencias que se generan entre los que pertenecen al gueto, y los que no. Esto, construye barreras insoslayables que impiden conocer otras formas de vida, y, por ende, limitan la posibilidad de poseer puntos de referencia que cuestionen las prácticas que se realizan en el barrio. Por eso, algunos autores proponen que “la marginación produce acciones marginales”, porque todo el aprendizaje sobre cómo relacionarse con el mundo se reduce al gueto. Así, todas las acciones comienzan a producirse y reproducirse desde los espacios de exclusión.
Como cuarto antecedente, es importante relevar los datos que otorgan Gabriel Salazar y Julio Pinto (2002) sobre la historia de la infancia y juventud en Chile. Como bien describen los autores, en la marginalidad es incorrecto hablar de minoría de edad, porque los niños y niñas que habitan estos contextos carecen de idóneos sistemas de protección, por lo tanto, “después del nacimiento (aprenden) a escapar o resistir” (p. 48). Así, el gueto se transforma en el lugar de cobijo, donde grupalmente construyen sus propias leyes, generalmente muy alejadas de las normas que rigen al resto de la sociedad. Esto produce en la población miedo y sensación de descontrol, exigiendo los más duros castigos como respuesta institucional. Pero ¿qué efectos puede poseer el castigo en personas que han sido castigados durante toda su vida?
La pregunta de fondo es: ¿cómo disminuir las posibilidades para que el mundo del delito no se transforme en el refugio de niños y niñas? Ciertamente, los discursos de “mano dura” son atractivos para una sociedad atemorizada, sin embargo, quienes enarbolan este eslogan, probablemente desconocen que no poseen mayor incidencia en la reducción de la delincuencia, principalmente por dos factores: (1) la persona que ha sido constantemente castigada le pierde el miedo al castigo; (2) si encerramos personas excluidas con otras que también son excluidas, lo que reforzamos es el efecto barrio. No se trata de eliminar la cárcel, sino anteponernos a ella. ¿Pero cómo?
Un principio básico para cuestionar lo bueno/malo y lo correcto/incorrecto radica en poseer puntos comparativos, y para el caso de la exclusión, la escuela emerge como un lugar crucial. No por sus contenidos académicos, sino porque para niños y niñas que están subsumidos en el efecto barrio, les posibilita entrar en contacto con otros espacios de sociabilidad. Como observan los autores Jimena Carrasco, Camila Vega y Gonzalo Bustamante, la mayoría de los jóvenes privados de libertad han asistido alguna vez a la escuela, y si bien ésta perdió sentido, es porque la calle terminó otorgándoles alternativas más reales que las que ofreció la institucionalidad.
Pero es importante tener en cuenta que más allá de la deserción escolar que caracteriza a estos niños, pasan años de sus vidas en la escuela, donde conviven con pares distintos y con otros adultos significativos con quienes deben aprender a resolver conflictos, a confrontar aquello que no les gusta a través del diálogo, donde adquieren rutinas y escuchan hablar de mundos diversos. Hasta el minuto, como sociedad, no hemos logrado construir una escuela que vaya más allá del rendimiento o que prometa futuros que no cumple. En la medida en que esto no ocurra, tarde o temprano, la calle y el delito seguirán siendo los espacios que les entregarán estatus, cohesión, identidad y respeto.