Convivencia escolar: ¿quién se preocupa por los docentes?
10.07.2025
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10.07.2025
A propósito del fin de las vacaciones escolares de invierno, el autor de esta columna escrita para CIPER analiza el desgaste físico y emocional de los profesores, sometidos a un alto estrés no solo por sus funciones docentes, sino también por la carga administrativa y por ser testigos o víctimas de violencia hacia los pedagogos. Propone que «si hay una posibilidad real de frenar el desgaste y conflicto dentro de las comunidades en el mediano y largo plazo, probablemente el foco de intervención debe estar en la primera infancia y en la educación básica. Es ahí donde se pueden poner prioritariamente las energías, para prevenir lo que luego, en educación media, aparece muchas veces como irreversible, por su puesto, sin rendirse en la búsqueda de mejoras aquí y ahora en este nivel».
Imagen de portada: Diego Martín / Agencia Uno
Desde el retorno post pandemia, la conversación sobre el agotamiento docente ha dejado de ser un lamento de pasillo entre colegas para transformarse en una preocupación cada vez más presente en el discurso educativo, reconocido hoy como un fenómeno visible en cifras y estudios. Se habla con fuerza de convivencia escolar, se organizan jornadas, se diseñan protocolos, se diagnostica la violencia en las aulas con distintos nombres. Pero en medio de todo ese despliegue, algo se escapa: la experiencia cotidiana de quienes están al frente del aula. Pocas veces se pone en el centro al docente, su cansancio acumulado, su sensación de estar siempre al límite. El desgaste no siempre se nota, pero se arrastra. No siempre se dice, pero se siente. Y así, mientras intentamos sostener la escuela, son los profesores y profesoras quienes, muchas veces, deben sostenerse solos. Según datos recogidos en investigaciones recientes, uno de cada tres docentes presenta angustia y desgaste emocional durante el primer trimestre de clases del año en curso.
No es raro decir que cruzar la puerta de una sala de clases en Chile puede sentirse como una prueba de resistencia física, emocional y ética. La tensión o desidia antes del ingreso, las miradas esquivas, la falta de atención, el evidente desinterés y la escurridiza normativa de varios estudiantes no pasan desapercibidos para quien pretende educar. Para muchos profesores y profesoras, enseñar ha dejado de ser una consigna vital y ha pasado a convertirse, sencillamente, en una batalla diaria por sostenerse. Y lo que es más grave: pareciera que todo esto se ha naturalizado.
Este desgaste no es casual ni individual. Es estructural. Tiene causas identificables y repetidas: sobrecarga laboral, presión administrativa, ausencia de apoyo psicosocial real y, cada vez más violencia en los espacios educativos. No se trata sólo de “conductas difíciles” en estudiantes, si no de una exposición total de la integridad del funcionario. Las denuncias por convivencia escolar se incrementaron un 25% en el primer semestre 2025, de las cuales un número importante corresponde a maltrato a miembros adultos de la comunidad escolar. Las agresiones a profesores han incluido insultos, amenazas e incluso lesiones físicas, destacando casos recientes, como el del profesor agredido por un estudiante en la comuna de San Ramón en el año 2023, y el del docente de Curicó que fue amenazado con un arma en plena sala de clases en marzo de este año, por mencionar solo algunos.
Diversas voces coinciden en que el alza se debe, en parte, a la normalización de la violencia como forma de resolver conflictos en algunas comunidades escolares, sumado a una escasa participación de las familias en la prevención o reparación de estos episodios, principalmente por falta de competencias. El aumento de la violencia es un lamentable fenómeno multicausal que afecta a la sociedad y se extiende al interior de las escuelas, especialmente en la educación media.
Muchos docentes no están resistiendo esta impronta de mala convivencia, y las investigaciones lo confirman: cerca del 20 % abandona la profesión en sus primeros cinco años. Se van agotados, desilusionados, a veces enfermos. La vocación no es infinita, tampoco inmune. A esto se suma la baja sostenida en las matrículas de pedagogía, que cayeron un 35 % entre 2018 y 2022, incluso antes del estallido de casos de violencia hacia docentes. Esto compromete seriamente el futuro del sistema: faltan profesores jóvenes, y muchos de quienes ejercen hoy se sienten quemados. Las causas son múltiples, pero el temor a enseñar en contextos violentos y las posibles agresiones por parte de estudiantes o apoderados son, sin duda, parte de la ecuación.
El cierre de escuelas durante la pandemia evidenció lo esenciales que son los espacios educativos para la socialización. La falta de rutina y de vínculos afectó profundamente la convivencia al momento del retorno. A esto se sumó el creciente desinterés de algunos estudiantes, influido por la baja expectativa sobre el valor real que la educación escolar puede tener en su desarrollo. Además, durante el confinamiento, aumentó el uso sin regulación de dispositivos electrónicos, lo que expuso a muchos jóvenes a contenido violento sin acompañamiento adulto. Este hábito digital se trasladó a la escuela, donde el uso sin sentido pedagógico de celulares se ha vuelto un factor más de conflictividad y desconexión entre compañeros. Y no es que los docentes no intenten usar el celular – entre otras tecnologías- a favor del aprendizaje. El problema muchas veces es que las condiciones de vida de varios estudiantes fuera de la escuela limitan lo que se puede lograr dentro de ella. En este escenario, no sorprende que se discuta la regulación del uso de celulares en las escuelas: su impacto no es menor y debe evaluarse con sentido pedagógico, poner sobre la balanza los beneficios y las desventajas. Al respecto, es dable señalar que diversas investigaciones indican que la tecnología, en general, en el aula favorece el aprendizaje solo si va acompañada de una mediación docente adecuada.
No se puede hablar de calidad educativa sin hablar de condiciones de enseñanza. No basta con la justificación de las “vacaciones” ni con discursos sobre autocuidado. Las vacaciones de los docentes son hoy apenas un gesto mínimo que intenta compensar la carga que implica enseñar en contextos desfavorables, sin la retribución justa que sí se ve en otras profesiones. Mientras la gestión educativa base su planificación priorizando solo rankings y resultados curriculares, se seguirán descuidando aspectos clave como el bienestar docente y el clima de las escuelas. Lo urgente es una política con enfoque humano, sustentada en evidencia y acompañada de recursos. Medidas como reducir la carga administrativa, asegurar condiciones físicas y emocionales seguras, fortalecer los equipos PIE y de convivencia escolar, y reconocer la labor docente como eje del desarrollo integral —y no como una función meramente asistencial— son fundamentales. Las escuelas no pueden seguir funcionando como clínicas sin apoyo y sin autonomía. Algunas de estas acciones pueden impulsarse desde las propias comunidades; otras, deben ser lideradas por las autoridades. Si se implementan de forma sostenida, abren un terreno fértil para mejorar la convivencia, fortalecer el respeto hacia el profesorado y proyectar ese cambio hacia el conjunto de la sociedad.
Afortunadamente para la labor docente y por lo tanto, para el futuro del país, la experiencia indica que la situación descrita sobre la mala convivencia y violencia es más preocupante en educación media que en enseñanza básica: mayor desmotivación, mayor desapego, más normalización de la violencia. En contraste, se ha visto que escuelas de educación básica, incluso en contextos complejos, aún conservan capital emocional en sus equipos y han conseguido buenos resultados. Existen equipos que con profesionalismo, esfuerzo, confianza y compromiso, intentan construir buenas comunidades de aprendizaje y sentido colectivo. Esto invita a pensar: si hay una posibilidad real de frenar el desgaste y conflicto dentro de las comunidades en el mediano y largo plazo, probablemente el foco de intervención debe estar en la primera infancia y en la educación básica. Es ahí donde se pueden poner prioritariamente las energías, para prevenir lo que luego, en educación media, aparece muchas veces como irreversible, por su puesto, sin rendirse en la búsqueda de mejoras aquí y ahora en este nivel.
Buena parte del cuerpo docente en Chile se siente quemado. Y si no lo atendemos ahora, el fuego se expandirá más allá de la sala: alcanzará la confianza en la escuela, la equidad del sistema y el derecho mismo a la educación. Esta columna no es un llamado a la lástima. Es un grito de alerta. Porque cuando se apaga el entusiasmo de quienes enseñan, se oscurece el futuro de quienes aprenden.