¿Chile como EEUU? De la oligarquía extractivista al tecno-feudalismo
17.06.2025
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17.06.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER comenta que una estructura social dominada por jerarquías hereditarias es el principal obstáculo para la aplicación de políticas públicas inclusivas en muchos países, incluido Chile. Dice que la mala noticia es que la tecno-oligarquía que gobierna hoy Estados Unidos agrava las disfuncionalidades de la globalización, empezando por la elusión y evasión fiscal de las élites. La buena, dice, es que hay espacio político regional e internacional para una contraofensiva democrática.
Imagen de portada: Francisco Paredes / Agencia Uno
El economista Cédric Durand, en su libro “Techno-féodalisme. Critique de l’économie numérique” acuña el término tecno-oligarquía, describiendo el modelo subyacente contemporáneo: una regresión del capitalismo hacia un modo de producción comparable al feudalismo, a pesar o gracias a los progresos tecnológicos.
De hecho, asistimos a algo inaudito incluso para los liberales que se autoperciben pro-mercado. El gobierno de Estados Unidos liderado por una cepa de tecno-magnates ha puesto al mundo patas para arriba. La nueva élite global con apetito cesarista y ánimo de refundar civilizaciones (incluso en Marte) está abocada a una labor agresiva, sistemática y perseverante de desmontar 250 años de contrabalances republicanos y convertir a EEUU en la mayor guarida fiscal del mundo, como lo ha señalado recientemente el premio Nobel Joseph Stiglitz.
Todos los demócratas deberíamos estar de acuerdo: El desmembramiento del gobierno político en EEUU es alarmante.
Pero… ¿y por Chile cómo andamos?
La ruptura que propone Trump tiene mucho de continuidad con las vulnerabilidades que la globalización creó al capitalismo. La dilución de la centralidad que detentaban los Estados en el sistema social e internacional se remonta a al menos 20 años. A la emergencia de la internet comercial, apropiada por corporaciones.
La extrema concentración de riqueza que caracteriza a esta etapa encuentra en la distorsionada estructura fiscal de Chile un terreno fértil. Aquí los más ricos y las corporaciones multinacionales siguen contribuyendo proporcionalmente menos en impuestos que las clases medias.
No debería sorprender entonces que en la lista más reciente de millonarios que publica Forbes haya ahora cinco chilenos con fortunas que suman 35.000 millones de dólares. Este es el tronco central de las redes de influencia que disputan la soberanía a la democracia en Chile. Porque riqueza extrema es poder extremo – gobierne quien gobierne circunstancialmente.
El reciente informe del monitor de élites globales, World Elite Database (WED) completa este mapa. La WED ha identificado a 225 individuos que ocupan cargos relevantes en 135 organizaciones distintas de Chile. A ellos se suman 186 identificados como parte de la élite empresarial: 130 en roles ejecutivos clave —como gerentes generales o presidentes de directorios— y 56 empleados con alto poder de decisión (directores financieros, asesores legales y encargados de estrategia corporativa).
Esta élite está distribuida en un puñado de 119 empresas, incluyendo conglomerados nacionales y multinacionales de fuerte presencia local.
Las fortunas de los multimillonarios chilenos y su polea de transmisión hecha de CEOs y ejecutivos influyentes, provienen de sectores estratégicos como la minería, el retail, la explotación forestal y las finanzas.
Son personas concentradas en empresas -muchas de tradición familiar- basadas en Santiago (¡qué sorpresa!), símbolo de la centralización del poder económico en Chile. A diferencia de sus pares de Argentina (que en promedio carecen de formación superior) la mayoría cuenta con educación en universidades prestigiosas del país y del extranjero. El informe de WED destaca la fuerte interconexión entre el mundo empresarial y el político. El broche de oro es un sistema de medios concentrado en “influir y marcar pautas en las altas esferas del poder”.
La macroeconomía no da cuenta de esta desigualdad estructurante de Chile. La evaluación más reciente, de la calificadora Moody’s destaca la “alta fortaleza institucional y fiscal” del país. Sin embargo esta “fortaleza” no evitó que en 2023 la recaudación fiscal cayera a 20,6% del PIB (un desplome anual de 12,5% real, debido a la menor recaudación de ingresos tributarios). Muy por debajo del promedio OCDE. Este dato habla precisamente de la capacidad disminuida del Estado para invertir en bienes públicos (educación salud, infraestructura) y de una desigual distribución de la carga fiscal entre los chilenos.
La evasión de los poderosos -en un país donde la informalidad laboral se mantiene en un 30% desde 2017– es escandalosa: 6,1 puntos del PIB, de los cuales 4,5 corresponden al impuesto a la renta. Eso representa cerca de 15 mil millones de dólares anuales. En 2023, el incumplimiento tributario promedio fue de 51,4% en el impuesto corporativo.
Más allá del impacto que pudiera llegar a tener la nueva Ley de Cumplimiento Tributario, que entró en vigor el 1 de enero (que estableció un “perdonazo” de deudas tributarias masivo), la estructura fiscal chilena sigue reflejando el blindaje de sus élites.
Por eso en este año electoral ha llegado la hora de retomar la bandera de la justicia fiscal. Es, ni más ni menos, que el precio de la civilización. Es urgente avanzar en una fiscalización más eficiente, aplicar impuestos a los dividendos y frenar la baja del impuesto corporativo, que solo alienta la regresiva competencia fiscal interna.
Lejos de la confusión en la opinión pública que generan las usinas que protegen a los privilegiados, estudios empíricos demuestran que los impuestos sobre los beneficios de las corporaciones no impactan negativamente en el empleo ni reducen las inversiones.
Además, diversas estimaciones muestran, con tasas moderadas, que la recaudación por un impuesto a los superricos oscilaría entre 0.5 y 1.5 puntos del PIB. Según cálculos del propio Ministerio de Hacienda, se trataría de un universo de apenas 6.300 personas. No es una cifra descomunal, pero sí una contribución concreta a la reducción del déficit fiscal estructural. Si se suma esto a un fortalecimiento del impuesto sobre la renta, tanto de personas como de empresas, podríamos avanzar hacia un sistema tributario más progresivo. Es decir, un esquema fiscal por el cual las corporaciones multinacionales y los superricos paguen tasas equivalentes a las de los trabajadores.
A nivel global más del 90% de las ganancias corporativas aseguradas por exenciones tributarias se destina a los accionistas mediante recompras de acciones y dividendos que se escurren por los laberintos de la evasión fiscal. Unos 600 mil millones de dólares a nivel mundial se pierden por evasión y elusión fiscal empresarial.
Desde ICRICT —la Comisión Independiente para la Reforma de la Tributación Corporativa Internacional, co-presidida por Stiglitz y que integro junto a otros destacados economistas de todo el mundo— proponemos dos caminos urgentes en la esfera global, que en las que se deberían reflejar las propuestas políticas en Chile.
El primero: frenar el desvío de beneficios de las multinacionales hacia guaridas fiscales, donde hoy duermen unos 10 mil millones de dólares. Este reclamo en Chile cuenta con una larga tradición de estudios técnicos que respaldan la necesidad de recuperar los activos que la arquitectura fiscal arcaica le asegura a los que tienen capacidad de influir furtivamente en el sistema institucional.
Además, ICRICT propone detener la competencia fiscal entre países que rompe la conexión entre incentivos y producción real. Para ello, planteamos un impuesto mínimo global del 25% sobre las ganancias a recaudar en la jurisdicción donde se producen las transacciones. Casos como el de Apple en Irlanda, con 13 mil millones de euros recuperados de maniobras contables escudadas en la complejidad de sus estructuras empresariales, muestran que hay razonabilidad y voluntad política en algunos para llevarlo adelante.
El segundo: establecer un estándar anual coordinado internacionalmente de -al menos- 2% de la riqueza de los mil-millonarios. Es lo que acordaron todos los gobiernos del selecto club de países ricos, el G20 bajo la presidencia de Brasil el año pasado. Esta propuesta contó con el respaldo técnico del economista francés Gabriel Zucman, colega mío en el ICRICT y director del Observatorio de Impuestos de la Unión Europea (EUTO), cuyo informe demostró la viabilidad de la propuesta.
Ahora es el turno de instalar el debate sobre la justicia fiscal global en la ONU, donde en octubre se terminará de consolidar una nueva Convención Marco para la cooperación tributaria internacional propuesta por la Unión Africana y aprobada masivamente a fin de año pasado por 125 estados miembros.
Será en Nueva York y en la Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo que tendrá lugar entre junio y julio en Sevilla, España, donde este año la ficha más importante del contrapeso a la deserción de Estados Unidos de todos los foros globales. Sevilla se presenta como oportunidad única de jugarse también por la “coalición de países voluntarios” que impulsan España, Sudáfrica y Brasil.
Chile ha tenido y debe tener un rol importante en la esfera internacional. Acaba de traspasar la presidencia de la plataforma de cooperación latinoamericana en materia fiscal, el PTLAC, en donde ha avanzado la cooperación entre países de la región en materia de tributación internacional. Desde aquí el gobierno ha desplegado voluntad política para apoyar al grupo de países africanos en Naciones Unidas para establecer la Convención Marco, al igual que ha apoyado agendas a nivel global tan importantes como la de la tributación de los superricos. Queda la tarea, sin embargo, de fortalecer la cooperación en la región a partir de un papel más protagónico de la PTLAC y tender puentes con otras regiones con intereses comunes, como África.
La fiscalidad global se ha transformado en un campo de disputa entre la democracia y el lobby de las grandes corporaciones y fortunas individuales. En ese terreno de batalla, político, ideológico y económico las derechas latinoamericanas camufladas en narrativas “libertarias” están listas para dar el zarpazo final al gobierno político, en favor de los poderosos.
Chile mantiene un sistema fiscal que protege a sus élites de pagar lo que corresponde de impuestos. Pero esta no es solo una batalla interna. La justicia fiscal no es opcional, es una defensa urgente del bien común.