Colombia y el atentado a Miguel Uribe Turbay: una violencia que muta
16.06.2025
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16.06.2025
La autora de esta columna escrita para CIPER sostiene que el atentado al senador Miguel Uribe Turbay es un síntoma de una violencia que no es ajena a la región. «Mientras el Estado colombiano, y los Estados latinoamericanos en general, no lleguen con seguridad, oportunidades y justicia a los territorios más vulnerables, la violencia seguirá reinventándose. Y si además sus instituciones están minadas por la corrupción y el desgobierno, no habrá discurso de cambio que sea creíble», dice.
Colombia no ha logrado romper con el ciclo de violencia que la ha definido durante décadas. Lo que cambia no es la esencia del conflicto, sino sus formas, sus actores y sus víctimas. La reciente tentativa de asesinato contra Miguel Uribe Turbay, senador y precandidato presidencial del Centro Democrático, ejecutada por un adolescente de apenas 14 años, no solo conmocionó al país, sino que reveló una verdad inquietante: la violencia política se ha descentralizado, rejuvenecido y adaptado.
Este no fue un hecho aislado, según el informe de la Misión de Observación Electoral (MOE), en 2024 se reportaron 492 hechos de violencia contra líderes políticos, sociales o comunitarios. Los ataques letales (asesinatos y atentados) alcanzaron tal nivel que el año terminó siendo el tercero más violento en la historia reciente. Los departamentos más afectados (Cauca, Antioquia, Nariño y Valle del Cauca) comparten una misma característica: la combinación de abandono estatal, economías ilícitas y disputa entre actores armados. En este escenario, las candidaturas locales son blanco fácil de quienes controlan el territorio con armas y miedo.
El atentado a Uribe Turbay, nieto del expresidente Julio César Turbay y cuyo apellido carga la historia del asesinato de su madre, Diana Turbay en 1991, activa la memoria colectiva de los noventa, una década marcada por el exterminio político: Luis Carlos Galán (1989), Carlos Pizarro (1990), Bernardo Jaramillo (1990). Sin embargo, el país no regresa al pasado, porque nunca lo abandonó. La lógica permanece: silenciar, imponer y gobernar por la vía del terror.
Una señal especialmente grave de esta nueva violencia es la edad de sus ejecutores. En el caso de Uribe Turbay, el sicario era un menor de 14 años. La Defensoría del Pueblo ha alertado sobre el uso creciente de menores en actividades armadas en Colombia.
A este fenómeno se agrega la descomposición institucional. El gobierno de Gustavo Petro, que prometió un “cambio total”, enfrenta hoy una profunda crisis de credibilidad. A la parálisis del diálogo con el ELN, del que aún no se vislumbra un avance concreto, se suman escándalos de corrupción que tocan incluso al círculo familiar del presidente. Su hijo, Nicolás Petro, está siendo investigado por presunto enriquecimiento ilícito y lavado de activos.
En el trasfondo de esta violencia política, sigue latiendo una economía ilegal sólida y en expansión. Los cultivos de coca en Colombia aumentaron un 10 % en 2023, alcanzando las 253.000 hectáreas, según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
Colombia no vive un regreso a los noventa. Vive su propia continuidad. La violencia se ha reconfigurado, pero mantiene el mismo objetivo: dominar territorios, controlar poblaciones, financiarse con economías ilícitas y descomponer la democracia desde sus márgenes. Las víctimas ya no son solo grandes figuras nacionales, sino concejales, alcaldes, líderes comunales, candidatos regionales. Y los asesinos ya no son solo sicarios profesionales, sino adolescentes captados por organizaciones que pagan en dólares y prometen poder.
Esta mutación de la violencia colombiana no es un fenómeno aislado. Forma parte de una tendencia regional más amplia, donde las fronteras entre crimen organizado, política y Estado se han vuelto cada vez más difusas. En Ecuador, el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio (2023)reveló hasta qué punto el narco ha penetrado las estructuras estatales. En México, la violencia electoral ha dejado decenas de aspirantes asesinados, mientras las organizaciones criminales ejercen control sobre municipios enteros. En Haití, la descomposición institucional ha permitido que las pandillas tomen el control de la capital. Y en Centroamérica, las maras y bandas transnacionales siguen marcando la agenda de seguridad, desplazando comunidades y condicionando decisiones públicas.
En todos estos contextos, la violencia se localiza, se fragmenta, pero también se coordina: opera en red, se adapta al territorio y a sus debilidades institucionales. Ya no se trata de guerras ideológicas o de estructuras verticales con mando único. Hoy se enfrentan múltiples actores con lealtades difusas, alianzas volátiles y una enorme capacidad de corromper, intimidar y reclutar. Esto impone desafíos regionales que trascienden las fronteras y demandan respuestas coordinadas entre Estados que muchas veces siguen actuando como si el problema fuera exclusivamente interno.
Mientras el Estado colombiano, y los Estados latinoamericanos en general, no lleguen con seguridad, oportunidades y justicia a los territorios más vulnerables, la violencia seguirá reinventándose. Y si además sus instituciones están minadas por la corrupción y el desgobierno, no habrá discurso de cambio que sea creíble. El atentado contra Miguel Uribe Turbay no puede entenderse como un hecho aislado o excepcional. Es una advertencia clara de que la democracia en Colombia, y en buena parte de América Latina, está sitiada, desde abajo y desde dentro. No por una amenaza lejana, sino por un entramado de actores armados, políticos locales cooptados y jóvenes sin futuro que ven en la violencia su única vía de ascenso.
La región necesita más que resiliencia: necesita acción política firme, cooperación internacional efectiva y una voluntad sostenida de reconstruir el tejido institucional desde lo local. Porque mientras los márgenes sigan siendo tierra de nadie, el centro político y democrático seguirá en riesgo.