La República moribunda: cómo Trump resucitó la guerra entre el “Campo” y la “Corte”
11.06.2025
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11.06.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza la tensión que se vive en Estados Unidos, tanto en las calles de Los Ángeles como en la Casa Blanca con la disputa entre Donald Trump y Elon Musk. Sostiene que “Estados Unidos se desangra en una guerra civil cultural que no puede ganar nadie, porque la victoria de cualquiera de los bandos significaría la destrucción de lo que América pretendía ser”.
Imagen de portada: The White House
Los Ángeles arde otra vez. En esta ocasión, las calles de la ciudad de Los Ángeles se llenan de manifestantes que gritan consignas contra Trump mientras el magnate de bienes raíces juega golf y polemiza con uno de sus ex “buddies” favoritos, Elon Musk.
Sin embargo, para entender verdaderamente lo que está ocurriendo en Estados Unidos no basta con observar las protestas en Los Ángeles o ver Fox News. Como han indicado los historiadores J. G. A. Pocock y Frank Ankersmit, es necesario hurgar más profundo, hasta llegar a una tensión que se remonta a los propios fundadores de la República: el conflicto eterno entre la Corte (Court) y el Campo (Country), entre quienes viven de la sofisticación urbana y quienes labran la tierra con sus propias manos. Este marco analítico, desarrollado por Pocock en The Machiavellian Moment y complementado por Bernard Bailyn en The Ideological Origins of the American Revolution, nos ofrece las claves para descifrar esta crisis que amenaza con desgarrar para siempre el tejido de la democracia estadounidense.
La oposición entre «Corte» y «Campo», que dominó el pensamiento político anglosajón de los siglos XVII y XVIII, ha resucitado con una virulencia que habría sorprendido incluso a Maquiavelo. Como advirtieron Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo mueren las democracias, Estados Unidos no es inmune a la erosión democrática que aqueja a otras naciones, y el fenómeno Trump representa precisamente esa degeneración institucional.
Las últimas décadas han visto oleadas migratorias que han transformado radicalmente la composición demográfica de Estados Unidos. Los inmigrantes latinos, asiáticos y africanos no llegaron buscando el ideal jeffersoniano del granjero independiente, sino el sueño urbano de la movilidad social a través del trabajo en las ciudades. Como documenta Samuel Huntington en Who Are We?, esta inmigración masiva reforzó el peso político y cultural de las metrópolis costeras, creando una América cada vez más diversa, cosmopolita y secular que mira con horror la América blanca, rural y cristiana del Medio Oeste.
Para los descendientes de los colonos originales, atrincherados en lo que despectivamente se llama “flyover country” —el país que se sobrevuela—, esta transformación demográfica representa una traición existencial a la promesa fundacional del país. El antropólogo político Arlie Russell Hochschild, en Strangers in Their Own Land, documenta cómo esta población se siente como “extraños en su propia tierra”. Trump entendió intuitivamente esta fractura civilizacional. Su genio político no reside en su capacidad intelectual —que es nula— sino en su habilidad demagógica para personificar el resentimiento de quienes se sienten expulsados de su propio país.
Las protestas que hoy sacuden Los Ángeles no son un fenómeno aislado, sino la manifestación más visible de una guerra cultural que se libra en todo el territorio estadounidense. Los Ángeles encarna todo lo que la América trumpista detesta: diversidad étnica, elite de Hollywood, liberalismo sexual, cosmopolitismo postnacional. Es la anti-Texas, la anti-Alabama, la negación viviente del mito fundacional estadounidense.
Como explica Bill Bishop en The Big Sort, Estados Unidos ha experimentado una auto-segregación geográfica masiva por líneas ideológicas. Las protestas también revelan la profunda ansiedad de la América urbana ante el triunfo electoral de Trump. Los manifestantes que marchan por Sunset Boulevard entienden que no se trata simplemente de una alternancia política normal, sino de una amenaza existencial a su forma de vida.
Esta polarización geográfica y cultural ha alcanzado niveles que superan incluso a los existentes durante la Guerra Civil. Colin Woodard, en American Nations, demuestra que las “dos Américas” en realidad son múltiples naciones culturales que coexisten conflictivamente en el mismo territorio, separadas no por fronteras geográficas sino por abismos culturales que parecen imposibles de salvar.
En medio de esta guerra cultural entre la América metropolitana y la América rural, se desarrolla otro conflicto que ilustra las tensiones internas del propio movimiento trumpista. La relación tormentosa entre Donald Trump y Elon Musk representa el choque entre dos concepciones radicalmente diferentes del poder en el siglo XXI: el populismo autoritario clásico contra el tecnolibertarianismo disruptivo.
Trump encarna la figura del demagogo tradicional que busca el poder a través de la movilización emocional de las masas. Su autoritarismo es primario, instintivo, basado en la lealtad personal y el culto a la personalidad. Musk, por el contrario, representa una nueva forma de poder que emerge del control de las plataformas tecnológicas y la capacidad de moldear la realidad a través del dominio de la información.
La tensión entre ambos no es meramente personal —aunque los egos hipertrofiados de ambos personajes añaden drama al conflicto— sino estructural. Trump necesita a Musk para proyectar una imagen de modernidad e innovación, pero Musk amenaza la primacía de Trump al representar una forma de autoridad que no depende del carisma tradicional sino del poder tecnocrático. Para Musk, Trump es un vehículo útil para implementar su agenda libertaria, pero su impredecibilidad y su tendencia al caos chocan con la mentalidad ingenieril del magnate de Tesla.
Este conflicto entre el populista autoritario y el tecnolibertariano anticipa las tensiones que definirán la política del siglo XXI. ¿Quién controlará realmente el poder en la era digital: los demagogos que movilizan a las masas o los oligarcas tecnológicos que controlan las plataformas? La respuesta a esta pregunta determinará no solo el futuro de Estados Unidos, sino el de la democracia global.
La crisis actual de Estados Unidos vindica póstumamente a Alexander Hamilton, el fundador olvidado que perdió el debate constitucional ante Madison y Jefferson. Como argumenta Frank Ankersmit, Hamilton entendía que una república moderna necesitaba instituciones sofisticadas capaces de procesar conflictos complejos, no la separación rígida de poderes que termina paralizando al gobierno cuando más se lo necesita.
Pero es demasiado tarde para reformas constitucionales. La Heritage Foundation y otros think tanks conservadores han trabajado en los últimos años en el diseño de una nueva constitución adaptada a la autocracia trumpista. Solo falta saber si la fortuna y la voluntad de poder convergerán.
Estados Unidos parece destinado a repetir el destino del Imperio Bizantino en el siglo XV: una potencia otrora dominante que se desmorona bajo el peso de sus divisiones internas y la pérdida de legitimidad. La ironía suprema es que donde Bizancio tuvo figuras como Constantino XI —quien murió defendiendo Constantinopla con honor hasta el final—, Estados Unidos tiene a Donald Trump. Es difícil imaginar un contraste más cruel entre la magnitud del desafío histórico y la mediocridad del personaje llamado a enfrentarlo.
Los manifestantes de Los Ángeles que gritan contra Trump quizás no entienden completamente la dimensión histórica de lo que está ocurriendo. No se trata simplemente de resistir a un presidente autoritario, sino de presenciar el colapso de un experimento político que duró dos siglos y medio. Como documenta Katherine Cramer en The Politics of Resentment, la República de Madison está muriendo, víctima de sus propias contradicciones fundacionales y de la incapacidad de sus élites para comprender la naturaleza de la crisis que enfrentan.
Trump es tanto síntoma como causa de esta desintegración. Su triunfo revela la obsolescencia de las instituciones democráticas estadounidenses para procesar los conflictos del siglo XXI, pero su presidencia también acelerará la destrucción de lo que queda del orden constitucional. Es el círculo perfecto de la decadencia política: las instituciones fallan porque no pueden contener a Trump, y Trump destruye las instituciones porque estas no pueden contenerlo.
Como advierte Steven Pinker en En defensa de la Ilustración, la crisis no es exclusivamente americana, sino parte de un retroceso global de los valores democráticos liberales. Lo que tenemos es esto: una democracia agonizante, una sociedad fracturada entre dos concepciones irreconciliables de lo que significa ser estadounidense, y un presidente que encarna lo peor de la tradición populista nacional.
Estados Unidos se desangra en una guerra civil cultural que no puede ganar nadie, porque la victoria de cualquiera de los bandos significaría la destrucción de lo que América pretendía ser. Al final, tanto la Corte como el Campo puede ser que descubrirán que han estado luchando por las ruinas de un sueño, que finalizó en pesadilla.