Interceptaciones telefónicas: la deuda pendiente del Ministerio Público
28.05.2025
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28.05.2025
Los autores de esta columna escrita para CIPER ponen el foco en todas las conversaciones irrelevantes para el proceso judicial que quedan guardadas y transcritas, y muchas veces filtradas, luego de una intercepción solicitada por la fiscalía y que muchas veces afectan a personas que nada tienen que ver con la investigación en curso. Y, justamente por las filtraciones es que sostienen que “más que cambios normativos, lo que se necesita son medidas internas serias y mínimamente conducentes para el cumplimiento de los deberes legales del Ministerio Público. Es lo menos que se puede exigir”.
Cada cierto tiempo, a propósito de un caso de impacto noticioso, renace el debate acerca del modo en que se aplican las interpretaciones telefónicas o medidas intrusivas similares (uso de cámaras o micrófonos ocultas, registro remoto de aparatos computacionales, etc.) en nuestro país. Hace 8 años la discusión se planteó a propósito de las interceptaciones telefónicas que afectaron al entonces presidente del Senado Andrés Zaldívar, y hace algunos días ocurrió lo mismo con motivo de una solicitud de interceptación al Presidente de la República, y luego con la declaración de ilegalidad -al menos en primera instancia y vía recurso de amparo- de la intervención del teléfono de la psiquiatra del Mandatario, cuyo contenido, en partes que daban cuenta de comunicaciones con él, fue ampliamente difundido por los medios de comunicación social.
Conviene, sin embargo, alejarse de la noticia del momento para llamar la atención sobre un aspecto tanto o más problemático, que no ha tenido solución hasta ahora, y que afecta mayoritariamente a gente común, cuyo caso no recibe mayor atención mediática. Se trata del resguardo de la información privada obtenida mediante este tipo de medidas y que resulta irrelevante para el procedimiento penal. Información que, por la propia naturaleza de la medida, no pertenece solo a la persona contra la cual esta se autorizó, sino que del conjunto de personas que se comunicaron por cualquier razón con ella, y respecto de las cuales no existe, por regla general, ningún antecedente de participación en un delito. Se podrá decir, con razón, que, al menos bajo las actuales condiciones tecnológicas, se trata de un efecto colateral inevitable que el legislador (tanto el nacional como sus símiles en la inmensa mayoría de los países) tuvo necesariamente en cuenta a la hora de admitir y regular la medida. Pero es, al mismo tiempo, indudable que los requisitos para la procedencia de la medida en el caso concreto y -sobre todo- la protección de la información de las personas afectadas, que puede ser irrelevante para la investigación, pero no para ellas, deben satisfacer los estándares más altos de exigencia. Es lo que se corresponde con un Estado de Derecho mínimamente en forma, algo que, sin embargo y por desgracia, no está ocurriendo en Chile.
Porque ocurre que la filtración de las comunicaciones captadas mediante una interceptación o medida similar, sea directamente, sea a través de la filtración de sus transcripciones, y su ulterior difusión con lujo de detalles a través de los medios, se ha convertido en una práctica completamente habitual, hasta normal, en nuestra vida cotidiana. Frente a esto, el Ministerio Público se limita a defenderse sugiriendo que los responsables serían los otros intervinientes en el proceso penal (los querellantes y hasta las defensas), lo que puede ser plausible en algunos casos, pero, desde luego, no en todos, sin que la fiscalía esté en condiciones de demostrar que el origen de tales filtraciones no se encuentra en su propia organización.
No está de más recordar que para la ley, la transcripción de las conversaciones obtenidas mediante una interceptación, que es la gran fuente de las filtraciones, es solo opcional para el Ministerio Público, el que podría conservar las grabaciones exclusivamente en ese formato (y, como dice la ley, “bajo sello”, cuidando que “no sea conocida por terceras personas”), con lo que, por una parte, se podría garantizar el acceso debido de los intervinientes autorizados y, por la otra, reducir radicalmente el riesgo de filtración (no del contenido, pero sí del soporte, que es lo que resulta prácticamente incontrovertible). Si hay razones técnicas que lo impiden, entonces es imperativo que se adopten mecanismos eficaces que permitan identificar la fuente de una filtración.
Como es obvio, al margen del daño que las filtraciones puedan, eventualmente, significar para la investigación penal, que por algo se califica de secreta para terceros ajenos al procedimiento, el daño para la intimidad y honra de las personas, es altísimo. Tal como lo es el riesgo de que sean chantajeadas o perjudicadas de algún otro modo, sin contar, por último, con el impacto social que tiene que en las relaciones interpersonales vayan desapareciendo necesarios espacios de confianza, relajo, desahogo y desparpajo que hacen soportable la vida social, en la medida en que lo que en esos espacios ocurría, ahora puede quedar registrado y salir publicado mañana, si es que no hoy mismo.
Todo hace imperioso que el Ministerio Público adopte medidas drásticas que le pongan atajo a una situación que a todas luces se ha desbordado. Al respecto, la ley da indicaciones claras. Por una parte, y al margen de la causa de justificación que puede reconocerse a quienes ejercen el periodismo (por la libertad de información consagrada en la Constitución Política de la República y no, como erróneamente se ha dicho alguna vez, por el derecho al secreto de la fuente), la filtración (no solo de las comunicaciones captadas mediante una interceptación, sino de cualquier antecedente de la investigación) es un delito, cuando menos respecto de empleados públicos (art. 246 Código Penal en relación con art. 182 Código Procesal Penal), cuya persecución, sin embargo, ha sido un rotundo fracaso, siendo manifiesto, en todo caso, que no es un foco de interés preferente del órgano de persecución penal.
Ahora bien, con o sin filtraciones y ulterior difusión pública de los antecedentes obtenidos mediante una interceptación, en algo que no admite discusión en cuanto a quién le cabe la responsabilidad, la ley dispone que, una vez terminada la investigación, todo material que no se vaya a usar en juicio o en la investigación de otro hecho con ciertas características debe ser entregado a las personas afectadas, y debe destruirse toda transcripción o copia que exista de él. Pues bien, en los casi 25 años de vigencia del nuevo Código Procesal Penal, el Ministerio Público nunca ha cumplido con estos deberes. Esto significa que la fiscalía guarda miles o millones de comunicaciones telefónicas y similares que deberían ser destruidas por mandato legal, con la agravación adicional de que en muchos casos los afectados ni siquiera saben que sus comunicaciones fueron interceptadas alguna vez y se conservan en poder del Ministerio Público.
Más que cambios normativos, lo que se necesita son medidas internas serias y mínimamente conducentes para el cumplimiento de los deberes legales del Ministerio Público. Es lo menos que se puede exigir.