Interceptaciones telefónicas en el Caso Procultura y la crisis de control en el proceso penal
21.05.2025
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21.05.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza desde la técnica jurídica los errores que llevaron a la Corte de Apelaciones a declarar ilegal la escucha del teléfono de Josefina Huneeus, y que derivó en la remoción del fiscal Patricio Cooper del caso ProCultura. Sostiene que “la calidad de la justicia penal de una sociedad democrática no se mide únicamente por su eficacia en la persecución del delito, sino fundamentalmente por su capacidad de realizarla respetando los derechos y la dignidad de todas las personas implicadas”.
Imagen de portada: Diego Martin / Agencia Uno
Una reciente sentencia de la Corte de Apelaciones de Antofagasta (Rol 282-2025, del 16 de mayo de 2025), pronunciada en el contexto de una acción de amparo en la investigación del bullado “caso Procultura”, ha puesto sobre la mesa algunas prácticas preocupantes en nuestro sistema de justicia penal. Los hechos base para esta breve columna son bastante sencillos: se interceptó un teléfono formalmente vinculado al blanco principal de la investigación, el cual era en realidad materialmente utilizado por una persona distinta, su expareja (amparada). Sin embargo, lo que comenzó como un error se transformó en una vulneración sistemática de derechos cuando la Fiscalía decidió continuar las escuchas por “conveniencia investigativa”.
Así, lo más preocupante no fue el error inicial, sino cómo el Ministerio Público solicitó y el Juzgado de Garantía validó y renovó esta medida intrusiva mediante solicitudes y resoluciones que incumplían flagrantemente los estándares legales. Utilizando como punto de partida algunos aspectos discutidos en la sentencia de amparo de este caso particular, reflexionaré en esta columna en torno a algunos problemas, quizás de corte más sistémico, que amenazan la calidad de nuestro sistema de justicia penal.
Un primer aspecto que revela la sentencia tiene que ver con profundos defectos en la fundamentación de las solicitudes de medidas intrusivas. El fallo evidencia cómo la Fiscalía, al solicitar mantener y renovar la interceptación telefónica, se limitó a parafrasear el texto legal sin explicar cómo se satisfacían cada uno de sus requisitos en el caso concreto. En efecto, el artículo 222 del Código Procesal Penal establece condiciones estrictas: “Fundadas sospechas basadas en hechos determinados”. Sin embargo, estas expresiones fueron utilizadas como meras fórmulas rituales, despojadas de sustancia, contenido y antecedentes concretos. De esta manera, un parafraseo a los textos legales acaba por sustituir el razonamiento jurídico, donde un lenguaje burocrático y circular acabó por justificar la interceptación telefónica.
Lo más preocupante de esta crisis argumentativa es que no se trata de meras imprecisiones formales, sino de verdaderos vacíos de justificación. Algunos de los cuales se plasman en la sentencia e incluso quedaron en evidencia en la propia vista del recurso, cuando un ministro de la Corte preguntó directamente sobre qué delito específico se le atribuía a la amparada, recién entonces el fiscal precisó una calificación jurídica que nunca había sido plasmada en las solicitudes originales. Esto dejaría entrever que la fundamentación no fue defectuosa u omitida por algún descuido, sino porque simplemente no existía. Entonces, el problema no es sólo de forma sino también de sustancia; en la autorización de medidas que afectan derechos fundamentales, la fundamentación no puede ser reducida a un mero trámite administrativo, sino que constituye la justificación misma de la intervención estatal en la esfera de privacidad de las personas.
A la crisis de fundamentación se suma un segundo aspecto, todavía más alarmante: la crisis de control. La sentencia revela cómo la magistrada simplemente reprodujo fórmulas genéricas en sus resoluciones, utilizando plantillas prediseñadas que no reflejaban análisis individualizados de los requisitos legales para la medida intrusiva solicitada. Preocupantemente, la sentencia también evidencia cómo la jueza ni siquiera verificó si se cumplían los requisitos básicos antes de autorizar medidas gravemente intrusivas, llegando al extremo de autorizar escuchas por delitos respecto de los cuales tal medida no puede ser aplicada (como tráfico de influencias, que no tiene pena de crimen, uno de los requisitos explícitos de procedencia de la medida). Así, resulta paradójico que esta figura, a quien llamamos “juez de garantía” y que es el llamado a controlar y servir como contrapeso al poder investigativo del Estado y garante de los derechos de los ciudadanos, se convierta simplemente en una suerte de validador administrativo.
El uso extendido de documentos pre-formateados o “plantillas” en la justicia penal es algo que alcanza a todos los operadores: desde la generación de órdenes de investigar o instrucciones particulares, pasando por partes o informes policiales, llegando incluso a resoluciones judiciales. Ahora bien, no por ser una práctica extendida deja de ser problemática. De hecho, en la sentencia este aspecto resulta crítico: en lugar de ser producto de un análisis riguroso de los antecedentes del caso concreto, la decisión acaba siendo un trámite burocrático más. Incluso, la Corte destaca que la jueza echó mano a la “chistera de mago” de donde se extrajeron fundamentos legales que ni siquiera estaban presentes en la solicitud del Ministerio Público.
Esta degradación del rol jurisdiccional a un mero validador administrativo socava uno de los pilares fundamentales de la reforma procesal penal: el control judicial de la investigación. Cuando los jueces renuncian a su función de control y de garantes de derechos, el sistema de pesos y contrapesos se desmorona, dejando a la ciudadanía indefensa ante el poder punitivo del Estado. Ciertamente, la solución no pasa por reformas legales, sino por un fortalecer la formación, la cultura institucional y la percepción del rol, forjando así jueces que asuman con convicción su rol de contrapeso al poder investigativo cuando es requerido. Afortunadamente, en el mismo caso estos filtros sí han funcionado, por ejemplo, cuando basándose en estas escuchas ilegales, la propia fiscalía intentó interceptar comunicaciones del Presidente de la República. La magnitud de este despropósito muestra cómo una cadena de irregularidades podría amenazar incluso la institucionalidad democrática.
Un tercer aspecto profundamente preocupante radica en la flagrante contradicción entre la actuación del Ministerio Público y el principio de objetividad, que debería ser la piedra angular de su labor investigativa. El fallo revela un hecho especialmente grave: cuando la policía, que actúa bajo la dirección del fiscal, descubrió que estaba interceptando a una persona distinta de la autorizada, lo que comenzó como un error técnico se transformó en una vulneración deliberada de derechos. En lugar de interrumpir inmediatamente la medida (como ordena explícitamente el artículo 222 inciso final del Código Procesal Penal), decidieron conscientemente continuar las escuchas porque, en sus propios términos, “resultaba provechoso”. Esta transformación, de un error inicial en una decisión calculada, representa una desnaturalización de la función investigadora y también una transgresión manifiesta a la buena fe que debe emanar como consecuencia natural del principio de objetividad que rige la actuación del Ministerio Público.
En efecto, el caso expone una cultura institucional donde las garantías constitucionales han dejado de ser percibidas como límites legítimos e infranqueables al poder estatal para convertirse en meros obstáculos sorteables en aras de una mal entendida “eficacia” investigativa. Estos “atajos procesales” que luego devienen en vulneraciones de derechos son entendidos por la Corte como prácticas “propias de tiempos pretéritos de la República, donde las garantías fundamentales de los ciudadanos eran vulneradas por agentes del propio Estado”. Una afirmación que, a un cuarto de siglo de la reforma procesal penal, debería llevarnos a una profunda reflexión institucional.
Por último, debo señalar lo evidente: las consecuencias de los defectos descritos anteriormente son devastadores y comprometen el éxito de la investigación. La sentencia no solo se limita a declarar la ilegalidad de las interceptaciones, sino también ordena eliminar de la carpeta de investigación fiscal toda la evidencia obtenida a partir de ellas, desencadenando un efecto dominó que potencialmente contamina y compromete todo el caso. En otras palabras, cuando los tribunales excluyen aquella evidencia obtenida ilícitamente, el castillo de naipes del caso, construido sobre atajos procesales y vulneraciones de derechos, acaba por derrumbarse irremediablemente. De esta manera, surge una nueva paradoja: aquellas prácticas que, aunque apartadas de la legalidad, se justifican internamente como necesarias para “asegurar condenas”, acaban generando precisamente aquello que pretendían evitar: impunidad.
No debemos olvidar que las agencias encargadas de la investigación y persecución penal tienen consigo todo el aparataje estatal, es decir, cuentan con recursos humanos, materiales, técnicos, infraestructura, capacitación y atribuciones legales para cumplir adecuadamente con sus objetivos, sin necesidad de jugar fuera de los límites del marco legal ni recurrir a atajos o vulneraciones de derechos. Por ello, aunque todavía resta por conocer el desenlace de esta historia a la espera de la decisión de un eventual recurso de apelación, este caso nos debe ayudar a recordar que la calidad de la justicia penal de una sociedad democrática no se mide únicamente por su eficacia en la persecución del delito, sino fundamentalmente por su capacidad de realizarla respetando los derechos y la dignidad de todas las personas implicadas.