¿En qué estábamos? Ah, sí ¡el cambio climático!
13.05.2025
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13.05.2025
La guerra en Ucrania, el bombardeo sistemático en Gaza, los aranceles de Trump, la muerte del papa Francisco… El mundo gira tan de prisa que la principal de las crisis ha quedado relegada: el cambio climático. Este es el tema en el que profundiza el autor de esta columna, entregando datos de los cambios que se vivieron este 2024 en el planeta. Sostiene que la COP 30 que se realizará este año en Brasil puede ser “una nueva oportunidad para que aquellos que aún creen en la urgencia climática tomen decisiones vitales, especialmente en un contexto de profundas disparidades entre el Norte y el Sur Global. Las recientes catástrofes evidencian que, a pesar de la amenaza global, no todos cuentan con las mismas herramientas para enfrentar las devastaciones del cambio climático”.
Las últimas semanas han sido un torbellino en la escena internacional, con episodios que rozan lo surrealista. Un claro ejemplo fue la visita de Volodímir Zelensky a la Casa Blanca y su tenso intercambio con Trump, transmitido en vivo como si se tratara de un programa de telerrealidad. A este espectáculo se sumaron los nuevos aranceles impuestos por Estados Unidos, que avivaron la incertidumbre en un mundo altamente interconectado, donde las cadenas de suministro dependen de relaciones económicas estables. El resultado: un Lunes Negro en los mercados globales, reflejo de la creciente volatilidad económica.
Pero tras este despliegue mediático, se oculta —más evidente que nunca— un telón de fondo que muchos prefieren ignorar, incluyendo a Trump y otros negacionistas. Se trata de una realidad ineludible que avanza como una sombra y se perfila como la mayor amenaza de nuestro tiempo. El Foro Económico Mundial advierte sobre una «policrisis«: la convergencia de múltiples crisis interconectadas que se potencian entre sí, generando un impacto mayor que si ocurrieran de forma aislada. En este escenario, el cambio climático no solo es una de las crisis centrales, sino que actúa como un amplificador de otras: seguridad alimentaria, desplazamientos forzados, crisis energéticas, fallas en la infraestructura, inestabilidad económica y conflictos políticos. La intensificación de fenómenos climáticos extremos no solo agrava la desigualdad social, sino que también pone en jaque la resiliencia de los sistemas de gobernanza.
La idea de la policrisis y la importancia trascendental del medio ambiente no es ni nueva ni descabellada. Más bien, nos recuerda una verdad elemental: el desarrollo humano ocurre dentro de una biósfera compartida con innumerables especies, y es esta biósfera la que sostiene la economía, no al revés. No está de más recordar que las palabras «economía» y «ecología» comparten la raíz «eco»―del griego, oikos (οίκος)―que significa “hogar”. Quizás, si tuviéramos más presente este vínculo etimológico, entenderíamos mejor que no hay prosperidad posible en un planeta en ruinas.
Datos recientes revelan que, en marzo de 2025, se alcanzó un nuevo hito en la alarmante pérdida de hielo marino. En el Ártico, la extensión invernal del hielo alcanzó niveles mínimos jamás registrados, mientras que en la Antártida la cobertura estival se redujo al segundo nivel más bajo de la historia. Esta drástica reducción, equivalente a la extensión del este de Estados Unidos, no es solo un número: el hielo marino es un regulador esencial del equilibrio térmico global, y su desaparición altera corrientes oceánicas, patrones climáticos y ecosistemas enteros.
El termómetro global no da tregua. Año tras año, las temperaturas medias continúan en ascenso, y 2024 no fue la excepción: el planeta vivió extremos sin precedentes. Según diversas fuentes, la temperatura global se acercó peligrosamente al umbral crítico de 1,5 °C por encima de los niveles preindustriales —un límite establecido por el Acuerdo de París para evitar los peores escenarios. Además, los océanos han alcanzado temperaturas récord. El Observatorio Copernicus informó que, en 2024, la temperatura superficial media del mar en las regiones extrapolares llegó a 20,87 °C, superando el récord de 2023, mientras que durante 15 meses consecutivos se marcaron máximos históricos. Ni siquiera el debilitamiento de El Niño pudo frenar esta tendencia; el segundo semestre de 2024 se consolidó como uno de los periodos más cálidos jamás registrados en los océanos.
Las consecuencias son palpables. En el Caribe, la decoloración de los corales ha alcanzado niveles catastróficos, amenazando ecosistemas enteros. En el océano Índico, el aumento de la temperatura ha desplazado poblaciones de peces, golpeando duramente a las comunidades costeras dependientes de la pesca. Además, la intensidad de tormentas, huracanes y tifones podría incrementarse al obtener energía de aguas más cálidas y un aire más cargado de vapor. El huracán Helene, que azotó el Golfo de México en septiembre de 2024, escaló de categoría 2 a 5 en menos de 24 horas, un fenómeno inquietante vinculado a temperaturas superficiales anómalamente altas.
Las catástrofes climáticas ya no son excepciones, sino la nueva normalidad en un mundo que arde, se inunda y se estremece con creciente frecuencia. En 2024, el clima extremo cobró miles de vidas: en junio, más de 1.500 personas murieron en África Occidental debido a devastadoras inundaciones, un patrón trágico repetido en Afganistán, Pakistán y Nepal. Ese mismo mes, entre el 14 y el 19, al menos 1.301 peregrinos sucumbieron al calor extremo durante el Hajj en La Meca, víctimas de insolación y deshidratación. En Chile, los incendios de febrero de 2024, alimentados por temperaturas inusuales, dejaron muerte y destrucción, un panorama que se replicó en Argentina y en diversas regiones de América del Norte. Y en lo que va de 2025, las inundaciones ya han golpeado a Brasil, Bolivia e Irak.
La verdadera pregunta ya no es si estos desastres seguirán ocurriendo, sino hasta cuándo seguiremos reaccionando con asombro en lugar de actuar con la urgencia que la crisis climática demanda. Paradójicamente, vivimos en una era de avances tecnológicos deslumbrantes —herramientas como la inteligencia artificial transforman nuestro día a día― pero el comportamiento humano continúa atrapado en una espiral de consumo desmesurado, sin asumir las consecuencias de su insaciable demanda de energía y recursos. Lo más preocupante es que, aunque la crisis afecta a todos, sus impactos se distribuyen de manera brutalmente desigual, dejando a los más vulnerables pagando el precio de la indiferencia global.
En noviembre de 2025, gobernantes y tomadores de decisión se reunirán nuevamente en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 30), que esta vez será organizada por Brasil. Una nueva oportunidad para que aquellos que aún creen en la urgencia climática tomen decisiones vitales, especialmente en un contexto de profundas disparidades entre el Norte y el Sur Global. Las recientes catástrofes evidencian que, a pesar de la amenaza global, no todos cuentan con las mismas herramientas para enfrentar las devastaciones del cambio climático.
Mientras tanto, la atención global permanece dispersa. La guerra en Ucrania sigue devorando recursos, el conflicto en Palestina ofrece imágenes desgarradoras y los aranceles arbitrarios de Trump reconfiguran la la geopolítica mundial. En este escenario convulso, la crisis climática corre el riesgo de quedar relegada una vez más a un segundo plano, como si fuera un problema del futuro y no la amenaza existencial que ya golpea al planeta que nos sostiene. ¿Será que la COP 30 logrará devolverle la urgencia que tanto merece?