Reglas de uso de la fuerza (RUF): legislar con responsabilidad
12.05.2025
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12.05.2025
El autor de esta columna analiza los detalles de la normativa de Reglas del Uso de la Fuerza (RUF) que se está discutiendo en el Congreso. Asegura que «el uso excesivo de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad no se traduce necesariamente en mayor seguridad» y sostiene que «regular el uso de la fuerza no es un acto de desconfianza hacia las policías. Es, por el contrario, una muestra de madurez institucional. Reglas claras aseguran que el uso de la fuerza sea excepcional, justificado y supervisado. Y contribuyen, además, a consolidar una relación más democrática entre el Estado y las personas».
Imagen de portada: Rodrigo Fuica / Agencia Uno
La regulación legal sobre el uso de la fuerza por parte de agentes del Estado es una deuda del Estado de Chile. Actualmente, las directrices que rigen la actuación de las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública y de las Fuerzas Armadas son en su mayoría normas de rango infralegal, normativamente dispersas y poco coherentes. Lo anterior no solo genera incertidumbre operativa, sino que también deja espacios peligrosos para la arbitrariedad, afectando tanto a los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley como a los derechos de la ciudadanía.
El proyecto de ley que establece normas generales sobre el uso de la fuerza para el personal de las fuerzas de orden y seguridad pública y de las fuerzas armadas (RUF) que se encuentra en su etapa final de tramitación, surgió como una oportunidad para corregir esa precariedad normativa: dotar al país de un marco legal coherente, claro y alineado con los estándares del derecho internacional de los derechos humanos. Sin embargo, las últimas modificaciones introducidas por el Senado amenazan con vaciar de contenido ese propósito.
Entre los cambios más preocupantes se encuentra la eliminación del principio de proporcionalidad —uno de los pilares fundamentales del uso legítimo de la fuerza según los Principios Básicos de Naciones Unidas sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego—, así como la supresión de la exigencia de que el uso de fuerza potencialmente letal para la protección de infraestructura crítica deba fundarse en una amenaza actual a la vida. También se eliminó la norma que prohibía expresamente el uso de la fuerza contra personas ya reducidas, se suprimió el deber de evitar apuntar hacia el torso y el rostro en el uso de armamento no letal y se eliminó el principio de rendición de cuentas, este último clave para asegurar que todo acto de fuerza ejercido por agentes del Estado sea revisado, investigado y, en caso de abuso, sea sancionado. Estas modificaciones no solo implican un retroceso en estándares internacionales ampliamente reconocidos, sino que perjudican el objetivo y alcance que busca el proyecto de ley.
Lejos de fortalecer el trabajo de Carabineros y de las Fuerzas Armadas en funciones de seguridad pública interior, una regulación deficiente debilita su legitimidad. Contrariamente a lo que parecen sostener algunos, normas ambiguas o permisivas aumentan el margen de discrecionalidad, elevan los riesgos de las actuaciones policiales y generan un terreno fértil para la judicialización de los procedimientos, que es justamente lo que se busca evitar con un proyecto de ley de esta naturaleza.
Algunos analistas han intentado reducir este debate a una falsa dicotomía: quienes están “a favor” de Carabineros y quienes estarían “en contra”. Según ese relato, establecer reglas claras sería limitar su actuar. Afirmar lo anterior es no entender lo que está en juego: normas claras protegen tanto a la ciudadanía como a los propios funcionarios de Carabineros y Fuerzas Armadas, dotándolos de criterios objetivos, previsibilidad y respaldo institucional. Hacerles creer que más ambigüedad es más eficacia es un error técnico, político y operativo. Nadie gana en un escenario donde los márgenes de acción no están bien definidos. Una ley de reglas de uso de la fuerza no puede nacer como refugio de la impunidad o como impunidad disfrazada de eficacia policial.
La experiencia internacional demuestra que el uso excesivo de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad no se traduce necesariamente en mayor seguridad. En Brasil, por ejemplo, la policía fue responsable de una de cada cuatro muertes violentas en 2024. En Venezuela, la Policía Nacional Bolivariana lideró las muertes a manos de agentes estatales en 2022. Estos contextos, donde se ha normalizado el uso intensivo de la fuerza, tienden a registrar altos niveles de violencia institucional y criminalidad estructural, lo que no contribuye en absoluto a hacerle frente a la delincuencia. Por el contrario, no es casualidad que países que han adoptado marcos legales más exigentes —como Noruega, Alemania o el Reino Unido— exhiben índices de letalidad policial considerablemente más bajos. Estos países no son más inseguros por tener mayores controles, sino más estables precisamente porque sus instituciones actúan bajo reglas claras, acotadas y legitimadas.
Esta discusión es particularmente importante en Chile. Casos recientes, como el homicidio de Camilo Catrillanca, la violencia policial documentada durante el estallido social o el acuerdo de cumplimiento de las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el caso Alex Lemun dan cuenta de una realidad que, sin una reforma profunda, se seguirán reproduciendo casos de uso excesivo de la fuerza. Una ley mal diseñada no corregirá esa tendencia: la perpetuará.
Regular el uso de la fuerza no es un acto de desconfianza hacia las policías. Es, por el contrario, una muestra de madurez institucional. Reglas claras aseguran que el uso de la fuerza sea excepcional, justificado y supervisado. Y contribuyen, además, a consolidar una relación más democrática entre el Estado y las personas.
Chile necesita una ley de reglas de uso de la fuerza que no renuncie a su espíritu: proteger a quienes cumplen la ley sin debilitar los derechos de quienes deben ser protegidos por ella.