Desde el fondo del abismo de la historia
08.05.2025
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08.05.2025
Imagen de portada: la policía de Alemania del Este observa a los visitantes pasar por la abertura recién creada en el Muro de Berlín en Potsdamer Platz, 11 de noviembre de 1989.
Hace medio siglo emprendí el camino que de manera ritual hacen a Europa los escritores latinoamericanos en ciernes, sólo que mi destino fue Berlín, y no París, o Barcelona, como era usual entonces. Tenía treinta años y un cargo burocrático muy prometedor en Costa Rica; pero creía firmemente que mi destino era la literatura, de modo que en 1973 renuncié al puesto y acepté una beca del programa de artistas residentes de Berlín Occidental.
Mi primera experiencia de Europa fue la de vivir en una ciudad partida por el muro levantado en 1961; un muro que, a su vez, trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos. Y parte de esa experiencia era explorar el otro lado, Berlín Oriental.
¡Cuidado, está dejando usted Berlín Occidental! Esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, puertas tapiadas con ladrillos, paredes aún enteras en pie como un decorado de teatro, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos; y el muro como el largo convoy de un tren de carga detenido en las vías, marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron rafagueados en el intento.
La caída de ese muro en 1989 volvió a cambiar la geografía, como había ocurrido en 1945 en Potsdam, y los países de Europa Oriental fueron siendo atraídos hacia la entidad que conocemos hoy como la Unión Europea, incluidas varias de las repúblicas de la Unión Soviética, que no sobrevivió a aquel cataclismo. Pero, aún reducida geográficamente, resurgió la de todas maneras inmensa Rusia imperial, con un nuevo zar que revive la ambición hegemónica frente a occidente en Ucrania, la nueva frontera divisoria en disputa.
Siendo una isla dentro del territorio de la RDA, Berlín funcionaba como un brillante escaparate de occidente en medio de los fuegos artificiales de la guerra fría; la vieja ciudad trepidante de la república de Weimar, luminosa y perversa, en cuyo centro, atravesado por el muro, aún crecía la hierba entre las ruinas del Reichstag.
Una ciudad donde aún vibraban en el aire los enconados debates ideológicos prendidos por el movimiento estudiantil de 1968, que había sacudido a Alemania tanto como a Francia; y en los mítines de la Universidad Libre de Berlín, los jóvenes cabecillas de los bandos intelectuales en pugna, que debatían sobre la lucha de clases, se sentían triunfantes cuando lograban sentar en el presidio a algún obrero de verdad.
A Berlín llegaban para entonces en oleadas los trabajadores temporales, los Gastarbeiter, y Kreuzberg y Neukölln comenzaban a convertirse en los barrios de los inmigrantes turcos. Llegaban también trabajadores yugoeslavos, y en otras partes de Alemania se asentaban portugueses, italianos, griegos, españoles, cuando el fenómeno de la migración, que luego se volvería global, se daba dentro de Europa misma, desde el sur más pobre hacia el norte más próspero.
Era en el norte europeo donde florecían las democracias de la postguerra, inseparables del estado de bienestar, mientras en el sur europeo aún sobrevivían las dictaduras, como piezas vivas de museo, pero que en esos años empezaban a desaparecer, como puso en evidencia el asesinato de Carrero Blanco en Madrid en diciembre de 1973, en la antesala del fin del franquismo. Marchas por la Kurfürstendamm hacia Wittenbergplatz reclamando la caída de Franco, o para celebrar la revolución de los claveles en Portugal en abril de 1974, y el derrumbe de la dictadura de los coroneles en Grecia en julio de ese mismo año.
En septiembre de 1973 se dio el golpe militar en Chile que puso fin al gobierno de Salvador Allende. Decenas de exiliados empezaron a arribar en Alemania, por gestiones de Willy Brandt, entonces canciller federal.
Brandt fue una de las figuras que construyó el siglo veinte europeo, y la Europa que conocemos hoy. Pocos años atrás, en diciembre de 1970, durante una visita a Polonia, se había puesto de rodillas frente al monumento que conmemora el levantamiento de los judíos en el gueto de Varsovia. «Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió luego en sus memorias.
El 24 de abril de 1974, Günter Guillaume, su secretario personal, fue detenido bajo el cargo de espía de la Estasi, los servicios secretos de Alemania Oriental. Dos semanas después, el 6 de mayo, Brandt anunció su renuncia al cargo.
Su rostro entonces en las portadas de los periódicos era sombrío, un hombre derrotado por los juegos secretos de la guerra fría. Pero la figura suya que sobrevive es aquella de su foto de rodillas, pidiendo perdón por el genocidio perpetrado por el nazismo, que un día había logrado entronizarse en su país. Pedía perdón por el pasado, para que no volviera a repetirse. Sin gestos como el suyo, la Europa de hoy, enfrentada a nuevas amenazas, no sería posible.