¿Estamos ante un nuevo orden global?
22.03.2025
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22.03.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER utiliza la bullada reunión en la Oficina Oval de la Casa Blanca entre Donald Trump y Volodímir Zelenski para argumentar los indicios de una nueva forma de hacer política internacional. Sostiene que “sigo creyendo que capitalismo y Estado se retroalimentan, y uno no sobrevive sin el otro, pero el multilateralismo y los Estado-Nación como los conocíamos ya no pueden generar un orden mundial sin el apoyo o complicidad de las grandes multinacionales”.
El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, va a Washington, la capital del país que más ha aportado para su defensa ante la invasión rusa. Lejos de ser una ocasión distendida, diplomática y cordial, como solemos ver, el presidente de EE. UU. y el de Ucrania se enroscaron en una acalorada discusión. A todas luces Donald Trump y J.D. Vance, su vicepresidente, emboscaron al presidente de un país en guerra. Primero, al recibirlo a la entrada de la Casa Blanca, Trump hace mofa del vestuario del presidente Zelenski, luego le enrostraron los millones de ayuda que ha recibido de los EE. UU., posteriormente no lo dejaron contestar y finalmente lo expulsaron de la Casa Blanca en un gesto bastante poco diplomático. En política los gestos son importantes: el gesto de mal gusto de Trump es demostración de que no pretende amilanar su temperamento, que sus objetivos pueden ser algo estrafalarios, pero hará lo que pueda por cumplirlos.
Diversos analistas han señalado que estamos ante un nuevo orden mundial, en un verdadero déjà vu de los debates que hubo con posterioridad al ataque a las torres gemelas de Nueva York, en 2001. Incluso se viene hablando de nuevo orden mundial desde el fin de la Guerra Fría. Pareciera que el mundo nunca se terminó de ordenar desde la caída de la Unión Soviética. Ciertamente la confianza en sí mismos de los EE. UU. estuvo en alza en los años 90, se involucraron en una serie de conflictos pensando en transformarse en los sheriffs del mundo. Estados Unidos se involucró en conflictos en Medio Oriente (la Guerra del Golfo Pérsico contra Saddam Hussein), en África (Somalia, Ruanda, etc.), también se involucra activamente en la promoción del libre comercio mundial con tratados de libre comercio y el fortalecimiento de la Organización Mundial de Comercio. Es decir, Estados Unidos se sintió ganador de la Guerra Fría y comenzó a mover las piezas del tablero para reordenar el mundo de acuerdo con sus intereses.
La analogía con el ajedrez no es casual, un importante ideólogo de ese reordenamiento fue Zbigniew Brzezinski, político de origen polaco, que hizo su carrera en EE. UU. y llegó a ser consejero de seguridad nacional del presidente Carter entre 1977 y 1981. En su libro de 1997 El Gran Tablero Mundial, explica las transformaciones que se fueron dando a finales del siglo XX y hace un llamado a los Estados Unidos en asumir una actitud proactiva en la consolidación de un orden mundial liberal. Para Brzezinski, por primera vez en la historia una potencia no euroasiática se ha transformado en la potencia rectora en los asuntos mundiales, pero Eurasia sigue siendo fundamental, por lo tanto, para que EE. UU. mantenga una posición hegemónica debe fijar sus ojos en esa parte del mundo.
Uno de los lugares fundamentales era Ucrania. Este país debía transformarse en zona tapón para contener a Rusia. Evidentemente Rusia estaba debilitada tras la Guerra Fría, pero eso no iba a durar para siempre. El mismo Mijaíl Gorbachov, último líder de la URSS, señaló que Rusia no sería una potencia débil para siempre. Las promesas de los EE. UU. a su antiguo rival eran claras, la OTAN (Organización del Atlántico Norte, órgano militar de la Guerra Fría para contener a la UURSS) no se expandiría hacia las fronteras de Rusia. Lo lógico habría sido que esa organización debía desaparecer, muchos en Rusia así lo esperaban, pero no fue así. En la lógica de Brzezinski la OTAN seguía siendo importante para que los EE. UU. cumplieran sus objetivos estratégicos en Eurasia.
Cuando llega Vladimir Putin al poder en Rusia, a comienzos del siglo XXI, se abocó a ordenar la casa. Primero debía alinear a los oligarcas, ese grupo de grandes empresarios favorecidos por la ola privatizadora. Eso ayudaría a asentar el poder del Estado, pero también ayudaría a controlar la corrupción. Luego debía ordenar las fronteras, había grupos nacionalistas en algunas provincias, específicamente en Chechenia, había que combatir el secesionismo y tratar de hacer prosperar la economía en las regiones alejadas. Pero también se abocó a buscar nuevos alineamientos, nuevas alianzas. Buscó tímidamente entrar en la OTAN y tanto el presidente Bush como el presidente Obama le respondieron con un no rotundo. Por otra parte, Ucrania seguía siendo el objetivo de la OTAN y de la Unión Europea.
Occidente buscó atraer a Ucrania a su redil, pero el riesgo era alto. Eso podía generar resentimiento en Rusia y en la población ruso parlante de las regiones del este ucraniano. El resultado de todo esto está a la vista: en 2004 hubo una revuelta que se le llamó Revolución Naranja, en 2014 el Euromaidán y en 2022 la invasión rusa. Hoy Crimea, Donetsk y Lugansk están bajo ocupación rusa.
EE. UU. falló en su intento de reordenar el mundo. Otro ideólogo de la Guerra Fría, George Kennan, advirtió en los 90 que la pretensión de ampliar la OTAN era un error estratégico. Pero la autoconfianza de los EE. UU. podía más.
En Medio Oriente pasó algo similar, EE. UU. se involucró en la región desde los años 50, pero con el fin de la Guerra Fría pretendió reordenar la zona. Sus intereses van más allá del petróleo: la idea era establecer una zona de influencia en una región rica en recursos, cultura e historia, pero que además alberga a uno de sus más irrestrictos aliados: Israel. EE. UU. se involucra en la Guerra del Golfo, logran establecer una coalición amplia que obligó al presidente de Irak a salir de Kuwait, país pequeño y rico que había invadido bajo la pretensión de anexarlo por ser una supuesta provincia histórica de Irak. No derrocan al dictador iraquí, pero las sanciones que imponen al país lo empobrecen. Cumplieron con la tarea de derrocarlo en 2003, en el marco de su guerra contra el terrorismo y con el amparo de una excusa absurda: Hussein tenía secretamente armas de destrucción masiva y apoyaba a Al Qaeda. Nada de eso era real y el país se sumió en la anarquía.
Con relación al conflicto entre Israel y Palestina, EE. UU. pretendió ser un árbitro entre las partes y promover un acuerdo de paz. El acuerdo se firmó en la Casa Blanca, pero se había negociado gracias a la diplomacia noruega, por lo que se denominaron Acuerdos de Oslo. Estos acuerdos inauguraron una nueva época, le dieron un pequeño nivel de autonomía a Palestina, pero a un precio enorme, cedieron gran parte de sus territorios al control militar israelí. El movimiento religioso de colonos, que demandan su derecho divino hacia esa tierra, tomó nuevos aires y comenzaron una ofensiva que los ha llevado a multiplicar los asentamientos en los territorios palestinos. EE. UU. no ha sido un árbitro, ha sido parte, su alianza con Israel es tan poderosa que ha impedido una resolución medianamente aceptable para la parte palestina.
En cuanto al comercio, la guerra comercial del Trump demuestra que el libre comercio no favorece a las naciones, favorece a los más ricos. Después de todo ¿para qué querría un presidente tener al hombre más rico del mundo entre su staff?
Por todo esto, el supuesto nuevo orden mundial nunca ha sido tan orden, ni ha sido tan nuevo. Pero hay otro punto que me parece relevante y es que la capacidad de los países de incidir en estos procesos de reordenamiento es cada vez más limitada. La geopolítica relativa a importantes materias primas como las tierras raras, la geopolítica de los chips (asunto genialmente trabajado por el académico Chris Miller), la carrera geopolítica por la Inteligencia Artificial, por los centros de datos, por los cables de fibra óptica, todos esos productos tremendamente importantes para el funcionamiento de la economía mundial, cada vez están bajo menos control de los Estados y cada vez son más relevantes las grandes empresas. Todo esto es manifestación de un nuevo reordenamiento, ya no mundial en su sentido tradicional, con países y organismos multilaterales como los conocíamos, sino un reordenamiento global.
No me refiero a la vieja tesis de Antonio Negri del Imperio, en que el capital global es un imperio que se opone a la multitud. Sigo creyendo que capitalismo y Estado se retroalimentan, y uno no sobrevive sin el otro, pero el multilateralismo y los Estado-Nación como los conocíamos ya no pueden generar un orden mundial sin el apoyo o complicidad de las grandes multinacionales. China puede que sea el próximo poder hegemónico, pero lo será en circunstancias muy distintas a las que le tocó vivir a EE. UU. hace un siglo cuando se transformó en potencia hegemónica. Por eso China está construyendo una base gigantesca de empresas al alero del Estado que pavimenten el camino a un ordenamiento favorable para China, pero ese momento aún no llega.