Cuando la (lista de) espera desgasta, fragmenta y segrega
05.03.2025
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05.03.2025
Los autores de esta columna escrita para CIPER analizan los datos disponibles de personas que han muerto mientras permanecían en listas de espera, algo que los sectores acomodados de la sociedad no conocen. Concluyen que “en esta diferencia radica la verdadera tragedia: no es la espera lo que duele, sino su desproporción, la certeza de que hay vidas para las que el tiempo vale menos”.
Créditos imagen portada: Cristofer Devia / Agencia Uno
Según la Real Academia Española, “esperar” significa “tener esperanza [en que algo suceda] o creer que sucederá”. Este verbo, tan humano y lleno de promesas, adquiere un peso distinto cuando se confronta con una realidad dolorosa. En esa línea, durante 2022, 44.001 personas fallecieron mientras aguardaban atención en el sistema público de salud, de ellos 38.564 eran pacientes que esperaban por una consulta de especialidad o una cirugía no incluida en el Plan AUGE, mientras que 5.437 eran personas que fallecieron esperando un tratamiento GES. El año 2023, 31.772 personas fallecieron mientras esperaban en atenciones no GES y 2.749 que se encontraban en GES. En esa línea, hasta el 30 de septiembre de 2024, se registraban 36.262 personas que habían perdido la vida mientras aguardaban atención en el sistema público de salud. Si bien aún no están los datos del año completo 2024, se proyectaban 40.000 fallecidos.
Como observamos en los últimos tres años, las cifras se han mantenido en valores sobre los 30.000 fallecimientos anuales. Cada una de estas vidas, junto a las de sus familiares y seres queridos, se sostenía en la frágil cuerda de la esperanza, depositando su confianza en un sistema que, sin embargo, no respondió. Lo que para algunos es una certeza—el acceso inmediato a cuidados— para otros es una espera sin garantías, marcada por la desigual distribución de recursos y oportunidades.
La cifra, por impactante que sea, no se queda en el frío terreno de las estadísticas. Al contrario, si la miramos detenidamente, podemos observar que esta cifra del 2024 hasta septiembre, en términos de cantidad, es equiparable a la población total de comunas como Illapel, La Ligua o Panguipulli. Sin embargo, detrás de esos números, detrás de cada vida perdida, se encuentran historias de lucha y resistencia frente a la indiferencia institucional. Son experiencias de quienes vivieron la espera no desde un intervalo transitorio, sino como un estado permanente, una espera que desgasta fragmenta el tiempo y transforma la vida en un eterno ‘mientras tanto’, en el que la solución nunca llega.
La espera prolongada no solo afecta la salud física, sino también el bienestar psicológico. Una revisión sistemática reciente confirma que los pacientes ven deteriorada su calidad de vida mientras guardan el tratamiento, especialmente cuando el dolor crónico se extiende por más de seis meses, algo que médicamente se considera inaceptable.
En Chile, esta espera no es neutra ni universal. No afecta por igual a quienes tienen los recursos para sortear las deficiencias del sistema y a quienes, despojados de privilegios, deben confiar únicamente en el sistema público. En este sentido, la lista de espera se convierte en un espacio de exclusión donde las desigualdades de clase se agudizan. Los que esperan no solo enfrentan el deterioro de su salud, sino también el peso de saberse relegados a un lugar donde el tiempo no fluye con justicia. Es una espera que silencia, que apaga la capacidad de exigir, que convierte la esperanza en resignación. La desigualdad en los tiempos de espera no es casualidad: un estudio liderado por el italiano Stefano Landi publicado en 2018 demuestra que quienes tienen menos educación y recursos económicos enfrentan mayores demoras en la atención médica especializada y en los diagnósticos Así, la lista de espera no solo refleja un problema de gestión, sino una brecha social que perpetúa la injusticia.
Esperar, así, deja de ser una acción pasiva y se transforma en un terreno de disputa, en donde aparece una tensión entre la justicia social, la humanización y las desigualdades. Es un recordatorio de cómo las estructuras que deberían cuidar la vida terminan perpetuando desigualdades históricas. Porque mientras unos enfrentan meses, incluso años, en un limbo de incertidumbre, otros jamás han tenido que esperar. En esta diferencia radica la verdadera tragedia: no es la espera lo que duele, sino su desproporción, la certeza de que hay vidas para las que el tiempo vale menos.
Entonces, cabe preguntarse: ¿qué nos dice de nuestra sociedad que tantas personas mueran esperando?, ¿qué tipo de sistema construimos cuando el cuidado y la dignidad parecen reservados para unos pocos? Este no es solo un problema técnico ni una cuestión de eficiencia; es un espejo que refleja las profundas brechas que aún nos dividen. Un sistema que debería garantizar derechos se convierte, para los más vulnerables, en un espacio de exclusión donde las esperanzas se diluyen y las promesas se incumplen.
En los sistemas de salud nacionales los tiempos de espera deben basarse exclusivamente en la urgencia de la condición de los pacientes y no en su capacidad de pago. Dado que este mecanismo es fundamental en contextos donde no se asigna un precio directo, es esencial garantizar que el acceso a los tratamientos no comprometa el principio de equidad.
En este contexto, la espera es más que una palabra: es una experiencia de desamparo, un síntoma de un modelo que no logra proteger a quienes más lo necesitan. Urge repensar no sólo las políticas públicas de salud, sino también las estructuras que perpetúan estas injusticias. Porque detrás de cada cifra hay una vida, una lucha, una dignidad que no podemos seguir ignorando. Y porque, mientras no lo hagamos, el eco de esta espera seguirá resonando como un recordatorio de lo que aún nos falta por construir. Como dijo Martin Luther King, “lo que me preocupa no es el grito de los malvados, sino el silencio de los buenos”. No permitamos que el silencio nos convierta en cómplices de estas injusticias.