Una Constitución de detalle
27.11.2023
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27.11.2023
Un integrante de la Comisión de Expertos del actual proceso constitucional detalla en columna para CIPER los riesgos, inconvenientes y retrocesos que en materia legislativa y de sistema político a su juicio presenta la propuesta que se someterá a plebiscito en diciembre.
La propuesta de nueva Constitución rebaja los cuórum de aprobación de las leyes. A diferencia de lo que señala el texto de 1980 (y hasta 2022), estas podrán ser aprobadas por la mayoría del Congreso Nacional (esto es de los y las integrantes presentes en cada una de las cámaras).
Es lo propio de una democracia. Sin embargo, este buen titular debe calificarse.
Primero, la propuesta es generosa en el aumento de las leyes denominadas institucionales y de cuórum calificado: hay una sobrepoblación de leyes de cuórum recargado. Si bien se trata de leyes que para su aprobación, modificación o derogación requieren de la mayoría absoluta (esto es de los y las integrantes en ejercicio de ambas cámaras), lo cierto es que su número alcanza a numerosas materias a lo largo de la propuesta, volviendo el cuórum de mayoría simple en la excepción.
Así, la propuesta constitucional lista cuarenta materias que deben ser objeto de regulación por las denominadas leyes institucionales (mayoría absoluta). En el caso de las leyes de cuórum calificado (también mayoría absoluta), es posible identificar catorce, a lo que debemos sumar doce leyes electorales que, de acuerdo a la propuesta, deben ser aprobadas, modificadas o derogadas por las 4/7 partes de cada una de las cámaras.
Salvo en este último caso, ¿existe algún criterio para distinguir qué materias deben ser abordadas por una ley institucional y cuáles por una ley de cuórum? Si bien es cierto que se echa mano a las leyes institucionales para la regulación de los órganos autónomos, este criterio no es consistente. Fueron espolvoreadas en la propuesta.
En efecto, se dispone que deben ser reguladas por leyes institucionales materias tan disímiles como las agencias (art. 8.6); la forma en que el Presidente de la República rendirá cuentas al Congreso Nacional (art. 35.2); la forma en que los partidos políticos deberán adoptar mecanismos de dirección y supervisión para prevenir infracciones a la probidad y transparencia (art. 43.3); la que establezca el régimen general de la función y empleo público, de carácter profesional y técnico, que regulará la designación, contratación, desarrollo, promoción y cese en estas funciones (art. 110.1); en fin, la que regulará la oportunidad y forma de la convocatoria de los plebiscitos regionales y locales, la época en que podrán llevarse a cabo, los requisitos para que los ciudadanos puedan patrocinar una iniciativa y los mecanismos de votación y escrutinio (art. 49.2).
En el caso de las leyes de cuórum calificado, por su parte, la ausencia de un criterio también es evidente. Si bien podría sostenerse que algunas de ellas operan como una suerte de garantía reforzada de los derechos fundamentales, como ocurre, por ejemplo, con las que deberán regular causales de reserva o secreto a información pública (art. 8.2), las que establecerán los delitos o abusos que se cometan en el ejercicio de la libertad de expresión e información (art. 16.14) o la que regulará los estados de excepción (art. 35.1), lo cierto es que la gama de materias sometidas a cuórum calificado hacen imposible una sistematización coherente. ¿Qué puede explicar, por ejemplo, que se requiera una ley de cuórum calificado para regular el ejercicio del derecho a la seguridad social (art. 16.28.d) o el reconocimiento oficial de los establecimientos educacionales de todo nivel (art. 16.24.h)?
Segundo, y más importante todavía, la propuesta debe su engrosamiento al hecho de que las actuales regulaciones en materia orgánica constitucional desaparecen (bajo la regulación constitucional de 1980, estas leyes requerían para su aprobación, modificación o derogación el cuórum conforme de las 4/7 partes de sus integrantes en ejercicio). Como ya no existirán los cuórums supramayoritarios conforme a los que la dictadura blindó la revisión de las áreas más sensibles para su proyecto, el Consejo Constitucional decidió elevar esas materias desde las leyes a la Constitución.
De este modo, la rebaja de cuórum para la aprobación de las leyes, va acompañada de la incorporación a la Constitución de regulaciones que ahora están tratadas a nivel legal.
Repasemos rápidamente algunos números. El capítulo de Poder Judicial pasa de 7 a 13 artículos, el doble. El del Tribunal Constitucional de 3 a 6, también el doble. El del Ministerio Público de 8 a 13, creciendo en un 190%. El de la Contraloría de 3 a 5, pero con el doble de palabras. Y el de Banco Central, de 2 a 8. Estos capítulos crecen de 6.000 a 11.000 palabras, casi el doble, lo que explica que la chilena —de aprobarse la propuesta— sería la segunda Constitución más larga de la región.
Esto era un tema crítico el año pasado, ¿acaso ya no?
Se ha dicho que este aumento encontraría explicación en un acuerdo político al que habría arribado la Comisión Experta, a efectos de mejor defender la autonomía de los órganos autónomos. Ese acuerdo no existió. De haber existido, no se entiende por qué solo este aspecto del acuerdo alcanzado en la Comisión merece ser respetado y todo lo demás (o buena parte de él), desechado. Pero incluso aceptando todo lo demás (que ese acuerdo existió y que solo este aspecto debe protegerse), el engrosamiento de la propuesta que el Consejo Constitucional ha diseñado dista de explicarse solo por esa razón.
Si se siguen los criterios doctrinarios relativos a los estándares conforme a los cuales las constituciones abordan la cuestión de la autonomía de los órganos —a saber: la exclusión de estos órganos de todo tipo de subordinación del gobierno con motivo del ejercicio de sus atribuciones (lo que supone el reconocimiento de potestades normativas independientes y de recursos propios), el establecimiento de mecanismos independientes de designación de sus titulares y de la duración del mandato de los titulares de los órganos, así como los mecanismos de remoción a través de causales objetivas y específicas—, puede apreciarse que el engrosamiento en palabras de los capítulos que responden a estas materias solo alcanza a un 16%.
Todo lo anterior acarrea dos grandes problemas:
Primero, que las normas generales, copiosas a lo largo del texto, son un campo fértil para la judicialización de asuntos que solo traerán — como varias personas han mostrado ya — más incertidumbre que estabilidad, en especial en el ámbito de las políticas públicas, incluidas las tributarias. Esa judicialización solo crecerá si anotamos, además, las diferentes normas deficientes en lo técnico que, como la relativa a la seguridad social, se han construido en base a eslóganes.
Segundo, al ser una propuesta de detalle —en la que se contiene un plan que representa a un solo sector, su «techo ideológico»—, la Constitución restará margen de maniobra a la política ordinaria. Con esta propuesta, el Congreso será mera compañía en asuntos cruciales como los relativos al Estado Social, donde la propuesta toma opciones de política pública a nivel constitucional.
Si es cierto, como se ha dicho por algunos, que la propuesta trae mejoras al sistema político, lo que es severamente discutible (pues el Consejo ha preferido desmontar la caja de herramientas elaborada en la Comisión Experta, optando por meterle mano a los distritos y al número de escaños de la Cámara), esa estabilidad beneficiará solo a quienes comulguen con el techo ideológico de la propuesta.