10 de octubre: Día Mundial de la Salud Mental
10.10.2023
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10.10.2023
«Por la razón, la fuerza o el fármaco» es la fórmula con la que sintetiza el autor de esta columna para CIPER la preocupante dinámica de automedicación en la sociedad chilena frente a enfermedades y dolencias asociadas a nuestra psiquis.
«Ketorolac», «aspirinas», «amoxicilina,» «ibuprofeno», «fluoxetina», «clonazepam», «zopiclocona», «tramadol»: desde simples analgésicos hasta sicofármacos complejos, tienen en común ser medicamentos que podemos encontrar sin dificultad a la venta en las calles de nuestras ciudades; desde fuera de las estaciones de metro a ferias libres, entre chucherías varias, ropa de segunda mano, artículos de limpieza, dulces y cigarrillos. Son parte de la oferta de auténticas farmacias callejeras, pero también de nuestros objetos cotidianos: no es raro encontrarlos dentro de los cajones de la cocina o en una cartera cualquiera.
Los datos revelan desde hace décadas la existencia de un incremento significativo y global en la comercialización, prescripción y consumo de fármacos, incluyendo el consumo de medicamentos sin prescripción médica [OMS 2000]. Otras estimaciones sugieren que más de la mitad de los fármacos se prescriben, dispensan o venden de forma inapropiada. Estas tendencias se reflejan también en Chile, donde la prevalencia de consumo y venta ilegal de medicamentos sin receta (especialmente, analgésicos y tranquilizantes) ha aumentado sostenidamente en los últimos años [ISP 2021].
El consumo no regulado de medicamentos y las prácticas de automedicación —es decir, la selección y uso de medicamentos para tratar enfermedades o síntomas autorreconocidos sin la participación médica— son un problema de salud pública global. ¿Cómo explicar este fenómeno?
Por un lado, atendiendo a las transformaciones globales en las estructuras sanitarias, las tecnologías farmacológicas y las lógicas de mercado que condicionan las relaciones entre los individuos, el Estado y los sistemas de salud. Por otro lado, con representaciones culturales de la enfermedad, y las formas y hábitos de las personas para gestionar sus padecimientos. La ubicuidad de los fármacos es reveladora del modo en que la población tiende a resolver sus problemas en salud. Dicho de otro modo, la masificación en el uso de fármacos y el incremento de la automedicación responde a dimensiones sociales, institucionales, económicas y culturales que desbordan el contexto médico tradicional.
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Chile puede ser considerado como un caso paradigmático para analizar estos problemas. El acelerado proceso de modernización de la sociedad y las diversas reformas neoliberales de las últimas cuatro décadas han dejado como secuela una promoción de modelos del autocuidado y autogestión en lo referido al malestar y la salud, transfiriendo la responsabilidad del cuidado a las propias personas. Esto se suma a la persistencia de profundas inequidades de acceso a los servicios de salud.
Durante las últimas décadas se han desarrollado diversas políticas públicas y leyes que buscan revertir esta situación. Entre ellas destacan la Ley de Garantías Explícitas de Salud (GES) y, particularmente, la Ley 20724, la cual establece «la obligación del Ministerio de Salud de velar por el acceso de la población a medicamentos o productos farmacéuticos de calidad con seguridad y eficacia». Si bien estas políticas han permitido democratizar parcialmente el acceso a medicamentos y abordar un problema real asociado a los elevados costos que las personas y familias deben afrontar para obtenerlos, aún no son suficientes.
El problema no radica exclusivamente en los fármacos como tecnologías que permiten responder a determinados problemas de salud, sino en la certeza de su equivalencia. Las prácticas de automedicación reflejan esta realidad en cierta medida. La acción de automedicarse conlleva un proceso de autodiagnóstico que, en su base, implica una medicalización de nuestros malestares. Este fenómeno devela la «farmaceutización» de la sociedad chilena, al mismo tiempo que pone en acto los principios del «autocuidado» y la «autogestión», los cuales no se limitan al ámbito de la salud, sino que se extienden a nuestras formas y estilos de vida.
Consideremos como ejemplo el caso de los psicofármacos. El análisis de las estrategias de comercialización de la industria farmacéutica muestra que sus mensajes movilizan a menudo un proceso de antropomorfización de estos medicamentos —el psicofármaco aparece como un objeto con cualidades humanas, con el cual se establece una suerte de relación intersubjetiva— junto a promesas de mejora social, laboral o económica, como plantea Stefan Ecks. En este sentido, sus efectos no se limitan a la salud mental, sino al estatus social y la vida en general.
De cara a una nueva conmemoración por el Día Mundial de la Salud Mental es importante reflexionar a propósito de esta problemática, cada vez más extendida. Se trata entonces de una realidad cuya raíz no es sólo estructural, sino también cultural; y a la cual es necesario prestar atención como sociedad. Consideremos brevemente algunos hechos: la mayor prevalencia de consumo de tranquilizantes y antidepresivos se observa en mujeres; los jóvenes consumen más psicofármacos en comparación a la población general; la automedicación es una práctica frecuente en los cuidados del adulto mayor; y la compra y venta ilegal de medicamentos se produce principalmente en sectores populares. ¿De qué realidad social nos hablan estos hechos? El problema de la automedicación permite pensar nuestras formas de respuesta al malestar, a la vez que plantea cuestionamientos importantes a lo que entendemos culturalmente por bienestar. La «omnipresencia» del fármaco en nuestras vidas cotidianas, y la normalización y extensión de las prácticas de automedicación en la sociedad chilena representan dos fenómenos complementarios, dos dimensiones de un mismo problema: nuestra necesidad de analgesia generalizada.