Las trampas de la violencia
29.09.2023
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29.09.2023
Tanto en su génesis como en el combate en su contra, la violencia en las sociedades presenta dinámicas engañosas y que se retroalimentan entre sí. En columna para CIPER, un investigador expone las trampas que al respecto pueden tender tanto el Estado como grupos de civiles, evaluando caminos certeros para el proceso chileno.
Ya cumplidos los cincuenta años del Golpe de Estado en Chile, los ánimos probablemente se irán apaciguando con el correr de las semanas. Lamentablemente, no todas las fuerzas políticas condenaron sin ambigüedades la violencia que el Estado ejerció sobre la población desde 1973, y entonces el tema sigue abierto: ¿Cómo fue posible que el aparato estatal se haya usado para aniquilar a miles de personas por sus ideas políticas, cuando se suponía que el Estado debía velar por su protección, y que, irónicamente, esas mismas personas financiaron vía impuestos al aparato que las reprimió? ¿Acaso podría volver a tergiversarse el rol del Estado de una manera tan aberrante?
La violencia —me restrinjo a la violencia física, para poder abordar este tema— también ocurre más allá de los agentes del Estado y de coyunturas políticas de conflicto. La vemos hoy en los crímenes perpetrados por pandillas organizadas y delincuentes solitarios; en atentados terroristas, femicidios, peleas callejeras, enfrentamientos entre barras bravas y tantos otros espacios en nuestra sociedad.
La violencia física tiene múltiples manifestaciones. Cabe preguntarse cómo se compara aquella ejercida por agentes estatales y la que proviene de civiles (individuos o colectivos). En muchos sentidos son completamente distintas, pero, tal como argumentaré, ambas están relacionadas. Debemos ser conscientes de ese vínculo si buscamos superarla como lastre social que atenta contra nuestra convivencia.
Para abordar esta pregunta, propongo pensar al Estado moderno (chileno o de cualquier otro país) como una potencial trampa («artificio de caza que atrapa a un animal y lo retiene», según el diccionario de la RAE). Un ratón puede estar feliz comiendo el queso dispuesto en la trampa hasta que ésta se activa y lo daña. También los Estados, si caen en las manos equivocadas, pueden usarse de la misma manera.
Durante la mayor parte de la historia humana no existieron los Estados. En muchas sociedades de pequeña escala, el jefe de la aldea no tenía a su disposición un ejército para doblegar a sus rivales. Debía contar con el acuerdo de los demás integrantes del grupo para ser valorado y mantenerse en el poder. Por eso, solía ser generoso y distribuir los resultados de una buena cacería. Daba consejos y trataba de ser justo y ecuánime. Como muestran algunas etnografías antropológicas, la manera de castigar a quien rompía las normas sociales no era encerrándolo tras las rejas (que no existían), sino mofándose de esa persona y haciéndole sentir el ridículo.
Esto cambió con el Estado (antiguo, medieval y, sobre todo, moderno), que logró concentrar la capacidad coercitiva de la sociedad en unas pocas organizaciones militares y policiales especializadas. Esto fue el fruto de un largo proceso, que alcanzó su punto máximo desde los siglos XVI y XVII en Europa, con la creación de ejércitos profesionales con armas de fuego. Este modelo se difundió al mundo a medida que Europa lo colonizaba e imponía sus instituciones, o bien era emulado por países independientes que se resistieron exitosamente a la embestida europea (como Japón).
El reverso de este proceso fue la pérdida de los recursos coercitivos (la capacidad de ejercer la violencia sobre otros, o la amenaza de la violencia) por parte de una gran cantidad de redes y organizaciones tradicionales: el clan, el caudillo local, el señor feudal, la comuna, el aristócrata, los bandoleros y los guerrilleros, por nombrar figuras típicas (ver el clásico libro Bandits, de Eric Hobsbawm). En sus principios, este proceso no tuvo nada de pacífico. Quienes pretendían regir los nuevos Estados europeos aplicaron «sobredosis de violencia» en períodos relativamente cortos, con lo que doblegaron a quienes se resistían. De la misma forma, los conquistadores europeos se valieron de su superioridad militar (y de sus gérmenes) para diezmar, despojar y encadenar a los pueblos que conquistaban en América, Asia y Africa. Pasadas algunas generaciones se terminó naturalizando su dominio político, militar y legal, hasta que los movimientos independentistas se rebelaron y produjeron nuevos Estados, que hicieron algo parecido que los conquistadores con las poblaciones locales.
Este proceso cambió la cara de la violencia en el mundo entero durante los últimos dos siglos. Por un lado, creó un conjunto de «especialistas de la violencia» cuyo propósito era defender las fronteras y reprimir a los grupos internos amenazantes o molestos. Por el otro, dejó a la población civil desarmada, completamente vulnerable e incapaz de defenderse en caso de ser atacada por sus gobernantes.
En algunos países de Europa occidental, la centralización coercitiva fue de la mano de otro proceso igualmente importante y, en cierto sentido, inverso: la descentralización del poder político. Los Estados modernos occidentales pudieron consolidarse sólo porque en el camino le dieron a la población derechos políticos y civiles que limitaban su uso arbitrario de la fuerza [TILLY 2010]. A largo plazo la democracia domó el potencial destructivo del Estado sobre su propia población, pero el peligro subyace. Cuando hay Estados logísticamente poderosos sin democracia la cosa cambia: el Estado se convierte, potencialmente, en una trampa; la «trampa del tirano», si se me permite lo pomposo del término. Augusto Pinochet, un «especialista de la violencia», no tenía que agradar al pueblo para mantenerse en el poder.
El proceso de centralización de la coerción en manos del Estado suele producir una segunda trampa: la de los «islotes violentos»; individuos o grupos organizados armados (pandillas, narcos, mafias, terroristas, guerrillas, paramilitares y delincuentes comunes) que se aprovechan del desarme previo hecho por el Estado para coaccionar, explotar y amenazar a civiles que sólo pueden defenderse acudiendo al Estado (cosa que no siempre funciona, como bien saben los habitantes de Tijuana o Culiacán en México). Dentro de los islotes violentos entran también los asesinos civiles que, con un rifle y algo de entrenamiento, causan masacres, como es tan común en los Estados Unidos. Y persisten incluso en una escala micro, en los hombres que usan su fuerza física para cometer femicidios, en los conflictos callejeros (p. ej. entre conductores enfurecidos) o en las riñas entre vecinos. El Estado puede arrestar a estos agresores, pero no puede despojarlos de antemano de su fuerza física —que forma parte de su constitución biológica— ni de herramientas que pueden emplearse violentamente, como cuchillos o hachas.
Ambas trampas se refuerzan. Un tirano que usa la fuerza del Estado contra el pueblo genera resistencia armada en los civiles, lo que puede dejar un legado de islotes violentos bajo la forma de crimen organizado (como en Guatemala o El Salvador). A su vez, los islotes violentos producen clamores populares por mano dura, abriendo un espacio a eventuales tiranos. ¿Cómo pueden evitarse ambas trampas simultáneamente? ¿Cómo reducir los islotes violentos sin apelar a un Estado tirano, tipo Bukele [imagen superior: Centro de Detención en El Salvador]? ¿O cómo destronar a un tirano sin crear un archipiélago de violencia entre ciudadanos armados (según algunos estudios, las políticas que facilitan las armas en la población civil sólo empeoran la situación)?
Hay países que consiguen avanzar sin ceder a una ni otra trampa. Uno obvio es Dinamarca, que según diversos ránkings respeta los derechos humanos de sus habitantes a la vez que mantiene islotes violentos comparativamente pequeños (su tasa de homicidios está entre las más bajas del mundo). Pero Dinamarca no siempre fue un país modelo: empezó a experimentar con la democracia tres o cuatro décadas después que América Latina, perdió parte de sus territorios por el camino, y fue ocupada por los nazis durante toda la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, durante los últimos dos siglos sus gobernantes tomaron decisiones que pusieron a Dinamarca en una trayectoria virtuosa. Al tiempo que promovían el crecimiento económico, después de la guerra desarrollaron políticas sociales universalistas que cubrieron parejamente a la población de los riesgos vitales, generando cohesión social y una altísima confianza entre extraños. Los impuestos son tan altos que en Chile algunos/as los verían como una expropiación. Pero con esos recursos los daneses construyeron sistemas públicos de educación y salud de buena calidad, y facilitaron la incorporación de más mujeres al mercado laboral mediante salas cuna. En los años cincuenta y sesenta no era obvio que había que tomar ese camino. Ahora los envidiamos.
Países muy distintos a Dinamarca (y a Chile) también pudieron neutralizar ambas trampas de la violencia. Bután, un reino pequeño que limita con la India, tuvo un pasado violento de guerras con sus vecinos, comenzó a experimentar con la democracia hace muy poco y tiene un desarrollo humano mucho menor al de Chile. No obstante, su tasa de homicidios y criminalidad es bastante menor. Malawi es otro caso intrigante. Este pequeño país de África Oriental, excolonia británica, sufrió largamente la trampa del tirano (con Hastings Banda). En lugar de combatir la violencia con más violencia, la población de Malawi presionó a su dictador y lo forzó a un referéndum que este perdió. Además, Malawi parece haber enfrentado los «islotes violentos» mejor que sus vecinos. Está en el tercio de países con menor tasa de homicidios y es el 74° país más pacífico de un total de 163 según el Global Peace Index 2023. Esto ocurre a pesar de que Malawi es uno de los países más pobres del mundo
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En Chile a veces sentimos que estamos cayendo por la cuneta. Pero si nos comparamos con otros países, hay que reconocer que hemos podido lidiar bastante bien con ambas trampas de la violencia —reitero: física— en las últimas décadas. Desde hace algunos años somos más conscientes de la violencia que sufren los grupos de diversidad sexual y los abusos hacia la infancia en hogares y colegios, y se han tomado medidas para combatirlo. Además, desde 2018 una nueva ola de la revolución feminista empezó a desnaturalizar la violencia (física, sexual y simbólica) de los hombres contra las mujeres.
Sin embargo, otros cambios recientes son preocupantes. En 2019 el «estallido social» desató mucha violencia y de distinto tipo, tanto desde civiles hacia otros civiles y a espacios públicos, como desde el Estado hacia quienes protestaban en las calles o simplemente pasaban por ahí. Mientras, la aparición de bandas criminales extranjeras muestra el horror de nuevas formas de violencia, y el escalamiento de los ataques terroristas en el sur crea miedo en la población. Se pusieron de moda los portonazos y las encerronas, y en la Cámara algunos exhibieron sus destrezas pugilísticas. En el más reciente 11 de septiembre, en tanto, los incidentes callejeros violentos no disminuyeron. Ojalá no caigamos en las fórmulas ni de Bukele, ni de los pro-rifle ni de las guerrillas; y que se nos ocurran otras menos obvias, pero más efectivas y empáticas.