EXTRACTO DEL LIBRO DE MÓNICA GONZÁLEZ Y HÉCTOR CONTRERAS, ACTUALIZADO Y RELANZADO A 50 AÑOS DEL GOLPE
Comando Conjunto: la reedición del libro que dejó al descubierto al grupo de exterminio más secreto de la dictadura
04.09.2023
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EXTRACTO DEL LIBRO DE MÓNICA GONZÁLEZ Y HÉCTOR CONTRERAS, ACTUALIZADO Y RELANZADO A 50 AÑOS DEL GOLPE
04.09.2023
El Comando Conjunto fue un organismo represivo de la dictadura del que nada se conocía hasta la aparición, en diciembre de 1984, de la entrevista realizada por la periodista Mónica González a uno de sus desertores –Andrés Valenzuela– y que dio pie a la publicación de un libro en 1991. Ese volumen, actualizado, ha vuelto a las librerías con ocasión de los 50 años del golpe. El comando hizo su aparición hacia fines de 1975, conformado por agentes de la Fuerza Aérea, de Carabineros y en menor medida del Ejército, además de civiles de Patria y Libertad. Su objetivo fue la persecución del MIR y del Comité Central del Partido Comunista y sus juventudes. Presentamos un extracto del revelador libro de Mónica González y Héctor Contreras, reeditado por el Centro de Investigación y Proyectos Periodísticos (CIP) de la Universidad Diego Portales y editorial Catalonia.
Jueves 27 de agosto de 1984. En tres oportunidades la recepcionista de la revista Cauce[1] me informó que un hombre “muy extraño” me buscaba. Buscaba a la periodista Mónica González. Su mirada inquisitiva y su hablar ansioso provocaron desconfianza. Se le respondió que estaba ausente. La reiteración de amenazas había dado origen en esos días a medidas de seguridad extraordinarias en la sede de la redacción del semanario, ubicado en Huérfanos al llegar a Bandera, en Santiago Centro.
La mañana de ese jueves retiré del mesón de recepción unas cartas y me encaminaba al segundo piso cuando escuché una voz de hombre que nuevamente pedía hablar con Mónica González. Al escuchar que la secretaria le respondía con voz seca y cortante “no está”, me di vuelta y vi su dedo nervioso que con disimulo me indicaba que saliera del lugar. Mis ojos se detuvieron en el hombre sospechoso. Lo observé de espaldas: alto, delgado, pelo negro. En sus manos estrujaba un ejemplar de la revista Cauce. En voz baja preguntó a qué hora regresaría, y en su tono percibí angustia. Alzando la voz hacia él dije: “Yo soy la persona que usted busca. ¿Qué desea?”. Se volvió, me miró y escrutó con detención mi rostro, lentamente, después caminó hacia mí y extendió su mano derecha. Entre sus dedos apretaba una tarjeta de identificación militar (TIFA Ne 66.650), que me entregó al tiempo que, con voz muy tenue y sin bajar la vista, exclamó:
–Quiero hablarle de cosas que yo hice, desaparecimiento de personas…
–¿Recuerda nombres?
–Sí… Los hermanos Weibel Navarrete…
Fue su carta de presentación. Con la mano derecha le palpé el bolsillo de la chaqueta para intentar cerciorarme de que no estuviera armado. Sin alzar el tono de la voz me dijo que no portaba armas y al enfrentar sus ojos fue tal la desesperación que transmitía que en ese mismo minuto tomé una decisión. Sin saber si efectivamente se trataba de un agente de los servicios de seguridad en problemas o de una trampa, decidí escucharlo. A los pocos minutos nos encerrábamos con llave en la oficina del director de Cauce, Edwin Harrington.
Con los dedos agarrotados saqué la grabadora sabiendo que cada uno de mis nerviosos movimientos era seguido de cerca por el sorpresivo visitante. Cuando levanté la cabeza para invitarlo a comenzar vi a un hombre joven, con barba de días, que exhalando un gran suspiro comenzó un relato que salía de sus labios a borbotones.
Los nombres de detenidos y asesinados que Andrés Valenzuela Morales recordó aquel día no me eran desconocidos. Eran rostros, voces y risas de aquellos con los que había compartido hermosos años de juventud. De golpe esos rostros y esas voces inundaron mi retina y mis oídos. Traté de concentrarme en el relato, en las preguntas que permitieran saber si era verdad lo que Andrés Valenzuela relataba, pero no pude despegar la mirada de sus manos: grandes, delgadas. Fijé la atención en sus dedos mientras una voz fría iba relatando paso a paso el secuestro, la tortura y luego el asesinato de José Weibel. Los dedos apuraron el movimiento incesante, violento, y de pronto me sorprendí gritando:
–¡Cómo pudo hacerlo!… ¡Diga!… ¡Cómo!
Más adelante diría: “Uno de los motivos fundamentales que me llevaron a tomar la decisión de hablar fue comprobar que este sistema, además de destruir a las víctimas, destruye al victimario, en su vida afectiva, mata sus sentimientos y lo convierte en una bestia”. En ese momento fue como si mi grito lo despertara. Abrió muy grandes los ojos, miró a su alrededor y deteniendo su mirada en mis lágrimas musitó:
–Sólo necesito hablar.
Durante algunos segundos sólo se escuchó mi llanto. A duras penas logré poner en movimiento nuevamente la grabadora al mismo tiempo que le anuncié que grabaríamos su relato y después, entre ambos, veríamos qué hacer con su testimonio. Con voz segura cortó mis palabras:
–Me da lo mismo lo que haga con todo esto. Yo me voy a presentar en mi unidad.
–No quiero que lo maten.
–Va a suceder, porque voy a volver a mi unidad. Pero al menos antes hablé…, hablé…
Andrés Valenzuela era un hombre en el límite de sus fuerzas. En cierta forma su confesión era un suicidio porque lo que quería era dejar de respirar y recordar. Hijo de campesinos, once años de régimen militar lo convirtieron primero en carcelero y luego en torturador. “Sin querer queriendo me fui transformando”, susurró luego de muchas horas de agobiador relato. Cientos de hombres y mujeres pasaron bajo la tortura ante sus ojos y por sus propias manos. Muchos fueron torturados hasta la muerte; otros, despojados de toda integridad y dignidad, obligados al límite de la resistencia a entregar a sus propios compañeros, fueron más tarde expulsados a la calle, convertidos en hombres sin identidad y sin alma. Una manera diferente de matar.
Pero aquel 27 de agosto de 1984 Andrés Valenzuela Morales era también un hombre muerto. Costó muchas horas convencerlo de que debía vivir. Era paradojal: al hombre que había formado parte del grupo que asesinó a muchos de mis amigos había que demostrarle que su vida valía, que su familia lo necesitaba, que su mejor manera de reparar los daños era aprender a vivir con dignidad. Le hablaba de la vida, del amor, de sus hijos, del futuro, sin dejar ni por un instante de pensar que en cualquier momento un grupo de choque de los servicios de seguridad podía llegar y acabar con la vida de ambos y de otros compañeros que allí trabajaban.
Al cabo de dos días Andrés Valenzuela se decidió a vivir y a confiar. Pasó largas horas en silencio y después, al volver a recordar hechos y personas que dejaron huellas imborrables en su memoria y en su piel, lloró. Confieso que no fui capaz de consolarlo. No pude extender mi mano para intentar hablarle el lenguaje de la solidaridad. Tuve una excusa, pero sólo fue una excusa: había que ocuparse de su vida futura. Misión nada fácil en esos días.
Días más tarde, Andrés Valenzuela partía al encuentro de Héctor Contreras, abogado de la Vicaría de la Solidaridad[2].
Ese primer encuentro tuvo un escenario público, la Plaza Santa Ana, en Catedral con San Martín, y un gran telón de fondo, el miedo. Al atardecer de un martes, Héctor esperó durante media hora que llegara su invitado. Escrutó con esmero los rostros de todos los paseantes. Veía ojos y vestimentas sospechosas en cada uno de los transeúntes que circulaban por el sector, hasta que a la distancia lo vio aproximarse acompañado por la persona previamente establecida. Se veía normal, mucho más que su acompañante. Con una chaqueta de mezclilla y las manos en los bolsillos caminaba hacia él. Contreras cuidadosamente recorrió con la vista una vez más el entorno, tomó impulso y se dirigió hacia la Renoleta color crema estacionada en un costado, especialmente preparada para la ocasión. Segundos más tarde el abogado estrechaba la mano de Valenzuela y le decía: “Ahora vamos a trabajar”.
La Renoleta se puso en marcha. Contreras miró a su copiloto y le dijo:
–Usted conoce unos lugares que necesito que me muestre.
–¿Ahora? –replicó sorprendido Valenzuela.
Contreras no le respondió. Con los ojos fijos en el retrovisor, apoyó el pie en el acelerador, consciente de que a partir de ese momento el tiempo escaseaba. Su primer objetivo fue llegar hasta Padre Hurtado, hacia la cuesta Barriga, allí donde Valenzuela había declarado haber participado en operativos de ejecución y entierro clandestino de detenidos. En ese mes de agosto de 1984 conoceríamos de labios de un protagonista un relato que nos llevaría a descubrir, tras largos años de trabajo, parte de la historia secreta del Comando Conjunto y la verdad sobre muchos detenidos desaparecidos. Uno de los capítulos más negros del régimen militar.
REFERENCIAS
[1] Cauce fue una revista de actualidad política de inspiración socialdemócrata que circuló en Chile entre 1983 y 1989.
[2] Institución de la iglesia católica, dependiente del Arzobispado de Santiago, creada en enero de 1976 para defender a víctimas de la represión del régimen prestándoles apoyo jurídico, social y de salud a ellas y sus familiares. Cerró en 1992. La Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad, declarada parte de la Memoria de la Humanidad por la Unesco, preserva su memoria y la información sobre el trabajo realizado.