Conejos incandescentes y dragones incendiarios
03.03.2023
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03.03.2023
No es sólo un fenómeno local ni de este tiempo que los grandes incendios despierten sentimientos colectivos vinculados a la rumorología, la sed de castigo a eventuales culpables ni todo tipo de teorías sin base científica. En columna para CIPER, un investigador comparte antecedentes históricos y estudios que parten en seres mitológicos y terminan en «piroterrorismo».
Hic sunt dracones («aquí hay dragones») es una frase en latín utilizada por primera vez hacia el siglo XV, en un mapa del mundo del manuscrito de Jean Mansel La Fleur des Histoires (ca. 1460–1470). Poco después, en los globos terráqueos Huevo de Avestruz (1504) y Hunt-Lenox (1510 aprox.), fue puesta en un extremo de la zona asiática, aunque no hay acuerdo sobre si la frase hace referencia al uso de la figura mitológica por las sociedades de la zona o apunta a la creencia de que efectivamente existirían dragones en dichas tierras exóticas y poco conocidas. En todo caso, seguiría la convención de la cartografía medieval europea de explicitar la falta de información respecto a un lugar a través del uso de fórmulas alusivas a animales salvajes y peligrosos, que aumentaban su exotismo.
Como planteara Claude Lévi-Strauss [1964 (1962)], los animales son buenos para ser pensados, y esto incluye a los ordinarios, como los conejos; así como a los extraordinarios, como los dragones. En el contexto de los actuales incendios en la zona centro-sur de Chile, bien se podría escribir aquella antigua frase latina en el mapa, y apuntar a la impresión de que hay criaturas que escupen fuego, volando de un lugar a otro y destruyendo todo a su paso. Captura esa suerte de horror medieval apocalíptico que muchas personas (y animales no humanos) han vivido y están viviendo en la actualidad en dichos territorios.
En una entrevista reciente en TVU, el ministro de Vivienda y Urbanismo, Carlos Montes, aludió entre otras posibles causas de los dramáticos megaincendios en el sur del país al fenómeno de los conejos propagadores de fuego. Sus palabras textuales en ese medio regional fueron:
«Yo no tenía idea, lo aprendí ahora: los conejos se queman y parten arrancando a zonas donde no hay fuego; lo llevan a otro sector. Me contaban que acá mismo en la región había personas dedicadas a dispararles para que no trasladaran el fuego».
Muchos han considerado inconcebible algo así. Pero existen referencias al respecto en otros tiempos y lugares. En Ecology of fear. Los Angeles and the imagination of disaster (2022 [1998]), Mike Davis hace alusión a un fenómeno similar en los incendios de 1978 en Malibú (pp. 111 y 112); y también está el caso de 2018 de la comunidad Cree Beardy & Okemasis, en Saskatchewan (Canadá), aunque al parecer sin estudios científicos al respecto. De todos modos, el problema con la declaración del ministro Montes es su contexto, el impacto de la imagen generada con ella y el hecho de que la autoridad no haya relevado la intencionalidad humana como factor principal desde un principio. En ese contraste, efectivamente lo de los conejos incendiados se recibe como una explicación alternativa extraordinaria y tangencial, poco respetuosa del principio de parsimonia.
Si se analiza el video original, Montes sí discute sobre otros varios factores de importancia y que han sido planteados como elementos críticos en la generación y propagación de incendios forestales por muchas personas e instituciones especialistas. Pero nada de eso parece captar la misma atención: el conejo incandescente se volvió una metonimia respecto a diferencias ideológicas y políticas sobre quiénes estarían originando los incendios, metafóricamente encendiendo el imaginario de las redes sociales.
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En esta temporada de incendios pareciera que identificar a «un otro incendiario» ha cobrado una relevancia aún mayor que en otras ocasiones. La literatura internacional especializada sobre incendios forestales aborda este fenómeno, puesto que en circunstancias como las que hoy se viven en el sur de Chile se combinan hechos comprobables con rumores conspirativos de diversa índole, según el escenario. Así, Matei Candea [2008] habla sobre la identificación de extraños por parte de población local en los incendios de Córcega de 2003, como agentes probables de los incendios. Esto revelaría una forma de actualizar conocimiento local y situado para redefinir la comunidad bajo amenaza. Como evento, un incendio es una relación socioecológica [PATON et al. 2015, pp.12-13].
La figura del incendiario o del pirómano está siempre presente como posibilidad cuando se desatan incendios masivos y voraces en el mundo, aunque generalmente las causas suelen ser la negligencia y la imprudencia [DAVIS Y LAUBER 1999; DELGADO et al. 2018]. Ahí aparece en la discusión popular la figura del criminal que daña por mero gusto; la del pirómano con problemas de salud mental; la persona interesada en defraudar y cobrar seguros; la figura del piroterrorista que busca generar daño y terror en pos de una causa política, religiosa o de otro tipo [BAIRD 2006]. Estos distintos tipos pueden, a su vez, articularse en relatos conspirativos, destacando diferentes aspectos según la persona o grupo que narre los mismos. De acuerdo a Dentith [2014], una conspiración —para ser considerada como tal— debe satisfacer tres condiciones: (1) la existencia de un grupo de agentes con un plan (conspiradores); (2) que dichos agentes hayan tomado medidas para minimizar el conocimiento público respecto a lo que han planificado realizar (secretismo); y (3) que haya un fin buscado por dichos agentes y la acción a realizar (objetivo). Un escenario como el de incendios masivos se presta con facilidad, por tanto, para que estas condiciones se cumplan en los relatos ofrecidos.
En muchas ocasiones, autoridades y organismos técnicos tienden a calificar este tipo de relatos como «teorías conspirativas», lo que conlleva cierta displicencia frente a la narración y sus motivaciones. Sería una táctica clave de parte de instituciones y/o grupos de poder, mediante la que estas historias se asocian con el absurdo y la paranoia, versus otras narrativas oficiales presentadas como científicas y racionales. Sin embargo, se debe ser cauto con tal actitud, ya que puede ser contraproducente frente al fenómeno de versiones encontradas de los hechos. Aquellos relatos se pueden entender como contra-narrativas que expresan descontento social y sentimientos de desesperanza en relación con instituciones y grupos sociales poderosos [MATHUR 2015; BENAVIDES y CAVIEDES 2022]. Así, estos rumores se plantean como estrategias para lidiar con la incerteza y la ansiedad, proveyendo de explicaciones y cierta racionalidad para las conductas desplegadas [ROSNOW y FOSTER 2005]. Se puede estar en desacuerdo con los rumores conspirativos, reconociendo su naturaleza problemática en cuanto orígenes poco transparentes [SCOTT 1992; THEODORAKEA y VON ESSEN 2016] y sus evidencias inexistentes o débiles, así como sus resultados, que suelen meramente desplazar hostilidades [FOSTER 2004]. Sin embargo, no debería descuidarse su dinámica y función sociocultural, que habla de problemas no atendidos, así como de falta de canales adecuados para la expresión de grupos que se perciben como víctimas y/o desempoderados.
En el caso de los incendios forestales, uno de los peligros de los rumores conspirativos es que fertilizan la «mentalidad de turba» que se apodera de los análisis y discusiones respecto al fenómeno, y esto puede generar graves consecuencias, no solo en el espacio de las redes sociales. Así, por ejemplo, se podría llegar a extremos como el de la muerte de Djamel Ben Ismail en Argelia en 2022, linchado por una turba que asumió que él era uno de los causantes de los incendios en la localidad. Se había presentado como voluntario para combatir el fuego en la provincia de Tizi Ouzou, viajando desde las cercanías de Argel, y acudió a la policía cuando se enteró de que lo consideraban sospechoso. Fue de la estación de policía de donde la turba lo sacó y asesinó. Las autoridades no hallaron ninguna evidencia sobre su culpabilidad, pero siendo una zona con mayoría de población Bereber, apuntaron a posibles actos incendiarios de su movimiento independentista. Así, el patrón se repite pese a las diferencias socioculturales y regionales: cada grupo parece apelar en primer lugar a su «enemigo» para reforzar un relato preexistente. Me parece que esto atenta contra medidas de enfrentamiento eficaces de estos desastres, que seguirán presentándose cada año con renovada fuerza.
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Negligencias y descuidos aparte, sin duda hay personas que desatan incendios intencionalmente; es decir, con fines diversos que se siguen del hecho de generar desastres. Tales casos deben ser investigados concienzudamente, obteniendo evidencias firmes y sancionados acorde a la ley, puesto que la gravedad que revisten sus acciones es enorme. No creo que haya justificación posible para provocar deliberadamente un incendio forestal, y sus consecuencias rebasan por mucho la escala local y nacional. Al mismo tiempo, no podemos dejar de considerar la certeza que existe hace años respecto a decenas de otros factores estructurales que generan y facilitan incendios forestales, ya identificados y repetidamente analizados [CASTILLO, PEDERNERA y PEÑA 2003; WUERTHENER 2006]. Aquellos se vinculan a planificación territorial y opciones de matriz productiva cuestionables en el contexto antropocénico en que vivimos [BENAVIDES 2017]. Paradójicamente, las conversaciones actuales sobre los incendios de la temporada, se dan contra un fondo de decenas de artículos y columnas producidas a partir de los incendios de 2017 y anteriores, de las que parece se logró aprender muy poco. Es imperativo que las discusiones no ignoren esos factores estructurales a la base, sus análisis y las medidas propuestas para minimizarlos o erradicarlos.
¿Cómo es que se destruye, entonces, a este dragón? Se necesita de más prevención y conocimientos técnicos, con sus necesarios tiempos de análisis y ponderación fría. Tampoco se debe olvidar el conocimiento local ni prestar atención a otras voces que no cuentan con las plataformas adecuadas para hacerse oír. Así se podría comprender mejor el contexto que se enfrenta, facilitando la generación participativa de soluciones a los problemas planteados. La muy humana mentalidad de turba y urgencias de culpabilización, siguiendo la máxima «si no lo hubiese creído, no lo hubiese visto», son precisamente parte del combustible que también alimenta los otros planos de relación que influyen en nuestros incendios forestales.