Día Mundial del Agua: nada hay para celebrar en el Chile rural
22.03.2022
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22.03.2022
La dramática megasequía que afecta a nuestro país es particularmente grave para habitantes de zonas que hoy dependen del abastecimiento autogestionado. En esta columna para CIPER, tres investigadores del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2 comentan la responsabilidad que en esta situación tienen tanto empresas multinacionales como consumidores particulares, y proponen cambios legales que contribuirían a su solución.
Conmemoramos hoy 22 de marzo el Día Mundial del Agua frente a una situación grave al respecto en Chile, en particular para los más de dos millones de personas que viven en áreas rurales. Sus hogares se abastecen de agua mediante el servicio otorgado por organizaciones locales, en su mayoría comités y cooperativas de agua potable rural, constituidas históricamente por habitantes de bajos recursos. Además, existen hogares dispersos no conectados a estas redes de distribución que se abastecen individualmente desde fuentes subterráneas o superficiales. La megasequía que hace más de una década muestra déficits de lluvias de entre el 25 y 30% en gran parte de Chile central ha tenido consecuencias dramáticas en ambos casos. Las fuentes de agua de muchas organizaciones se agotan, sobre todo en verano; lo que genera incertidumbre y condiciones precarias para dirigentes y habitantes. Los hogares aislados, habitados generalmente por crianceros en el norte y pequeños productores en el sur, ven con tristeza e impotencia cómo el espejo de aguas desciende o las vertientes desaparecen paulatinamente.
La escasez no se debe únicamente a la sequía producto del cambio climático. Se suma a ella muchas veces la apropiación del agua por grandes usuarios situados aguas arriba de los puntos de captación de agua para consumo doméstico. Varios estudios han mostrado los impactos negativos que, en el norte del país, producen las empresas mineras —y, más recientemente, la extracción de litio— sobre el acceso al agua de comunidades rurales. En los valles del Norte Chico, como Elqui o Petorca, el consumo de agua de la agroindustria ha mermado la capacidad de acceso al agua que la población tenía para regar sus huertos, pescar, bañarse en el río, o para consumo personal y el de sus animales, forzando una transformación de la vida cotidiana y creando un paisaje desolador. Más al sur, los monocultivos de pino o eucalipto reducen la capacidad de los suelos para almacenar agua, afectando los caudales disponibles para la población, sobre todo en verano. Finalmente, el consumo de agua en los barrios acomodados que han emergido en espacios rurales por las amenidades ambientales que presentan —y que a menudo cuentan con piscinas, lagunas y canchas de golf— merman el acceso al agua del resto de la población local, como ocurre en Chicureo, a pocos kilómetros de la capital.
Sin embargo, la escasez de la fuente de agua no explica todos los problemas de acceso. Los cortes reiterados de agua, la falta de presión (insuficiente para prender un calefón, por ejemplo) y la compra de bidones de agua es la cotidianidad de miles de chilenas y chilenos. Esto se debe al deterioro o inadecuación de las infraestructuras de captación, almacenamiento y distribución. Cuando las organizaciones cuentan con estanques pequeños, sistemas de filtros insuficientes, matrices en mal estado o no disponen de generador eléctrico propio, el racionamiento, la baja de presión y los cortes se hacen parte de la vida cotidiana. No por falta de voluntad de los dirigentes, sino de recursos económicos. Si bien la ayuda del Estado en esta materia existe desde la década de 1960, esta no ha sido suficiente ni oportuna en llegar a todos los territorios, desde donde se cuestiona la priorización de los proyectos basada en criterios de costo-beneficio. Las dificultades que atraviesan las organizaciones se agudizan con la instalación de parcelas de agrado, un proceso que se ha acelerado durante la pandemia. Las organizaciones de abastecimiento, que ya atraviesan situaciones complejas, muchas veces no tienen la capacidad de conectar estas nuevas viviendas a la red, dejándolas sin acceso formal al agua potable.
Hasta el momento, la respuesta de las autoridades, en todas las situaciones mencionadas, ha sido el abastecimiento de agua por camiones aljibe, financiado a través de un programa de la ONEMI o por las municipalidades. Esta solución no es sostenible a mediano y largo plazo. La cantidad de agua otorgada por norma es de cincuenta litros por persona por día, la mitad de lo que establece la Organización Mundial de la Salud como acceso óptimo. Esto genera condiciones de vida indignas, sin contar que algunos habitantes comparten ese recurso con sus animales. Además, esta medida no aborda el problema de fondo: la falta de agua en las microcuencas abastecedoras y la capacidad técnica para responder a la demanda. Al contrario, fortalece el sistema mercantilista y desigual del acceso al agua en Chile: por una parte, el agua de los camiones se compra a privados, muchas veces a empresas sanitarias que lucran con la situación; y, por otra, la población de más altos recursos logra adquirirla para abastecerse individual o colectivamente en condominios rurales privados. En muchos otros casos, la escasez conduce a los habitantes a instalar pozos, aunque debido a la sequía y sobreexplotación de acuíferos el nivel freático se hace cada vez más profundo y costoso de alcanzar.
Para abordar los desafíos del agua rural en Chile se requieren cambios jurídicos, entre los cuales destacamos tres: i)la creación de instrumentos para proteger las cuencas abastecedoras y respetar el derecho humano al agua potable; ii)establecer medidas de planificación territorial que regulen el uso del suelo y de construcción de viviendas en espacios rurales; y iii)adaptar el apoyo a las organizaciones a sus necesidades locales, reflexionando sobre el estatuto de aquellas sin fines de lucro y sobre su modelo económico y social. La ley sobre los Servicios Sanitarios Rurales que entró en vigor el año 2021 genera aprensiones a nivel local, por el temor, justificado, de convertir las organizaciones en pequeñas empresas sanitarias privadas perdiendo así su vocación social y comunitaria. El contexto político actual ofrece una oportunidad para lograr estos cambios.