COLUMNA DE OPINIÓN
Despertando de la “necropolítica” chilena
03.03.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
03.03.2020
A partir de la muerte de un anciano que vendía en la calle, la autora reflexiona sobre los abusos y las desigualdades vitales que dieron origen al 18/O y que afectan tanto a los sectores populares y como a las clases medias. Argumenta que esa situación se mantuvo décadas debido a una “jerarquía moral que valoriza diferencialmente la muerte y la vida de las personas” y que desde el estallido ha empezado a erosionarse.
La calle Ejército se encuentra en un barrio otrora militar transformado en barrio universitario, en el centro de Santiago. En dicha calle, saliendo del metro Los Héroes, en las mañanas y las noches, se instalan vendedores. Son principalmente migrantes “de color” que vienen en su mayoría de Haití y también de Colombia y Venezuela. Venden todo tipo de cosas, hay varias mujeres con sus niños pequeños revoloteando entre las mercancías dispuestas sobre paños en el suelo. Avanzando por la calle Ejército hacia el sur, vemos otro “ejército” de vendedores de objetos y servicios; esta vez son adultos mayores chilenos que venden desde pilas a sopaipillas, algunos barren las calles, otros limpian las universidades a cuenta de empresas subcontratadas por estas casas de estudio privadas. Tendrán entre 70 y 80 años o la vida los ha maltratado y representan más.
En medio de estos precarios y precarias, a mediados de 2019 era posible ver a un hombre que así lloviera o relampagueara estaba allí, en un puesto construido con viejos bancos, que parecían recuperados de las salas de clases de los alrededores, y unas planchas desbaratadas. Vende agujas, hilos, pilas, lupas y un sinfín de objetos. Un día, este hombre viejo y arrugado no estaba y en su lugar había un pote de plástico, de los que ponen en Santiago para que tomen agua los perros callejeros, con algunas flores. Al día siguiente había velas y un letrero que decía:
“Carlos Solís Mena, QED, 6 / 8 /2019”.
Le pregunté qué había pasado a la vendedora del kiosco que estaba justo al lado del puesto de Carlos Solís. Me dijo “al pobre lo mataron ayer en Mapocho (un barrio céntrico de Santiago al lado del río del mismo nombre). Volvía a su casa con su mercadería y lo asaltaron, le quitaron todo y lo apuñalaron”.
Donde Carlos trabajaba, su vecina kiosquera instaló un pequeño homenaje fúnebre que era mirado con curiosidad por los estudiantes que pasaban por el lugar. Luego de tres días, todo rastro desapareció
¿Por qué Carlos, con sus años, vendía pequeñas mercancías todos los días? ¿No tenía pensión o era tan magra que vender esas mercaderías le permitía sobrevivir? El mismo día que mataron a Carlos, un hombre, que pidió no ser identificado, también arrugado y cansado, caminaba con su muleta por el centro de Santiago en la Avenida Bernardo O’Higgins, “La Alameda”. Se había colgado un letrero que ayuda a comprender la situación de Carlos y de otros señores y señoras que trabajan hasta el último día de sus vidas. Su letrero decía:
“Pensión mensual $ 53 447. Pago Luz, Gas, Agua. Políticos $300.000 al día. Llenan estanque de bencina con lo que yo como 1 mes y alegan que es poco. Perdone por Pedir”.
Una de las cosas que nos está diciendo este señor, que vivía de un salario que él considera de clase media y que en agosto 2019 en la Alameda parecía invisible, tan invisible que se sorprendió muchísimo cuando le pedí permiso para tomar las fotos, es que su problema es un asunto de vida o muerte, de comer o no comer, de vivir o no vivir.
Otra cosa que nos muestra es que él vive en cuerpo y alma, con hambre y vergüenza, la violencia de un sistema y de prácticas capitalistas que reproducen de manera sistemática la desigualdad. Lo que también nos enrostra es la tremenda distancia entre pobres y élites ya que su sobrevivencia se mide en estanques de gasolina de una clase de gentes que identifica con “políticos”.
Lo que nos dice Carlos con su muerte, es que ser asesinado no es un accidente, es la consecuencia de la producción social de la “exposición” a la violencia, al hambre y finalmente a la muerte.
En Chile y en otras latitudes, junto a las llamadas “Zonas Económicas Especiales”, a los polos de desarrollo y los polos de excelencia, se han creado paralelamente “zonas de sacrificio” medio-ambientales y vitales. Hoy no solo se trata de “hacer vivir y dejar morir”, como nos decía Foucault (2008) refiriéndose a la administración biopolítica de las poblaciones. Hoy en día la administración de poblaciones podría llamarse necropolítica (Membe 2011) ya que “deja morir” cierto, pero también “hace morir” y no se inquieta mucho por “hacer vivir”.
Hace 40 años, Reiman y Leghton decían que en Estados Unidos “los ricos son cada día más ricos y los pobres van a la cárcel”. Hoy Joseph Stiglitz, consagrado economista que trabajó para el Banco Mundial, una de las instituciones faro de la gobernanza mundial neoliberal, afirma que en ese país los ricos son cada día más ricos y los pobres mueren más y más rápido y los acompañan en este “destino” los trabajadores de clases medias precarizadas (ver artículo en inglés).
En Chile, lo que denominaremos desigualdad vital, también afecta a las clases medias, donde una profesora ad portas de jubilar no solo se angustia por tener que reducir su consumo básico, sino que se pregunta cómo lograra vivir, vale decir, comer, dormir bajo un techo y obtener atención médica (ver reportaje de la televisión francesa de Nicolás Margerand y Erasmo Salas)
Hoy en Chile florecen unos pocos, en una sociedad dueñista (Regato, 2017) y el resto se precariza en los márgenes y algunos mueren: rápido o lento, en Mapocho acuchillado o en calle Ejército vendiendo sopaipillas. Como dice el sociólogo Gögan Therborn (2013), la desigualdad produce muertes sistémicas.
Esta desigualdad vital no podría sostenerse si no se construyera en paralelo una jerarquía moral, que valoriza diferencialmente la muerte y la vida de las personas (Butler, 2010) y, por tanto, reparte de manera desigual la dignidad y el abuso. Es violencia moral que en tándem con la violencia estructural (Gultang, 2016) ha engendrado el germen de una explosión anunciada.
Es quizás porque estas muertes y estas vidas menospreciadas, como la de Carlos Solís, son tan comunes, invisibles y naturalizadas en la cuna del neoliberalismo y del extractivismo, que en Chile la indignación se grita desde octubre 2019 con la palabra de “abuso” y se reivindica con la palabra “dignidad” (ver columnas en The Conversation y en CIPER).
La dupla abuso/dignidad se conjuga con reivindicaciones sociales y políticas para exigir justicia y se tejen con un vocabulario ético. El sentimiento de ultraje se expresa marcadamente en categorías éticas y esto no es casual. Todo indica que en Chile, como en otras latitudes golpeadas por economías de la muerte (Lopez&Gillespie, 2015), los dispositivos que generan desigualdad económica y política han creado jerarquías sociales y también vitales, que se critican en base a experiencias éticas que denotan vergüenza, humillación e impotencia.
No es ninguna novedad que en Chile, país que ha crecido económicamente, donde la pobreza ha disminuido, aumenta la desigualdad, la precarización y la discriminación. Lo anotan desde el Banco Mundial a Oxfam pasando por CEPAL, es decir, diferentes organismos con diferentes perfiles e intereses.
Tampoco es novedad que una profesora retirada pida limosna para pagar su tratamiento médico. Casos como éstos y tantos otros han sido mediatizados durante años.
Lo que sí parece novedoso es que esta jerarquía vital, donde la esperanza de vida es mucho menor en sectores pobres que en sectores ricos de la ciudad, y donde “morir trabajando” no es solo una metáfora, sea hoy denunciada y articulada discursivamente en términos morales. Ello es de vital importancia dado que las prácticas económicas, sociales y políticas abusivas se reproducen libre y ciegamente cuando existen las condiciones normativas para su éxito (Jaeggi, 2016)
Hoy esas condiciones se erosionan dado que se comienzan a establecer límites críticos y prácticas normativas alternativas, entre otras, las discusiones y prácticas ciudadanas sobre “lo común”, es decir, lo que escapa al dueñismo, como las plazas inalienables de la Dignidad, los cabildos, las nuevas “ollas comunes”, las asambleas y quizás algunos nuevos referentes -ciudadanos, sociales y políticos.
Las historias de estos santiaguinos pobres, el vendedor de la calle Ejército y el de la Alameda, ilustran lo que podemos llamar situaciones de desigualdad. Una situación no es el hic et nunc (aquí y ahora) del presente, ella implica una duración extensiva englobando las desigualdades persistentes (Tilly 1999) del pasado, a partir de las cuales evaluamos las desigualdades del presente y proyectamos las desigualdades del futuro (como las que estamos viendo emerger con las consecuencias desiguales que el cambio climático provoca entre los que tienen agua y los que la extraen, entre los que en razón del clima son desplazados de sus sitios de vivienda y pertenencia y los que los ocupan o se los apropian, etc.). En esta línea de reflexión, podemos entender el movimiento que se está creando en Chile contra el abuso y las desigualdades, no sólo como un acontecimiento estruendoso y puntual (“el estallido”), sino como la posibilidad de crear una acción colectiva larga y perdurable que siente las bases de una crítica profunda a las desigualdades de ayer, de hoy y de mañana.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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