Agua: ¿bien público o privado?
10.10.2014
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10.10.2014
Hace unos días, el Ejecutivo, a través del ministro de Obras Públicas Alberto Undurraga, ingresó indicaciones sustitutivas al articulado que reforma el Código de Aguas de 1981 y viene trabajando desde hace unos años la Comisión de Recursos Hídricos y Desertificación de la Cámara de Diputados.
En este contexto de transformaciones, estimo oportuno dar a conocer la opinión que a través del tiempo me he ido formando sobre esta materia.
El artículo 19 N° 24 de la Constitución de 1980 dispone que los derechos de los particulares sobre las aguas, reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos. Con ello, estos derechos cuentan con la protección que la Constitución otorga al derecho de dominio, la que los hace inexpugnables.
El punto está en que dicho régimen desconoce a las aguas su condición de bien nacional de uso público consagrada en la tradición romana sabiamente y recogida por el artículo 595 del Código Civil desde el inicio de nuestra institucionalidad jurídica. Allí se declara que los ríos y las aguas que corren por cauces naturales son bienes nacionales de uso público.
Es cierto que el artículo 5 del Código de Aguas vigente desde 1981 dispone que las aguas son bienes nacionales de uso público, pero tal declaración resulta plenamente retórica si se analizan con cuidado las características que a través de todo su articulado se asignan al derecho de aprovechamiento de las mismas y, sobre todo, a la luz de lo que señala la Constitución.
Recordemos que son bienes nacionales de uso público aquellos cuyo dominio pertenece a la nación toda si, además, su uso pertenece a todos los habitantes de la nación. Dichos bienes se caracterizan por estar fuera del comercio y por lo mismo son imprescriptibles e inalienables. Pese a lo anterior, bajo el marco creado por el Código de Aguas actual, los derechos de aprovechamiento sí están en el comercio, y sí son alienables y prescriptibles, lo que resulta incompatible con su condición de bienes nacionales de uso público.
Al mismo tiempo, la Dirección General de Aguas (DGA) está obligada a constituir los derechos una vez cumplidos los requisitos formales establecidos para tales efectos por el Código de Aguas, sin reservar ninguna facultad a la autoridad para establecer prioridades que favorezcan el interés común.
La legislación sobre aguas anterior a 1981, sin embargo, había consagrado el derecho de la autoridad para conceder derechos de agua sujetando su otorgamiento a las preferencias establecidas en la ley. El Código de Aguas de 1951 disponía, entre otros, que el derecho se concedía por una merced concedida por el Presidente de la República y explícitamente vinculado a un determinado uso establecido conforme a un orden de prioridad. Éste partía por la bebida, para seguir con las necesidades de uso doméstico y saneamiento (agua potable) de la población, y terminaba con los usos de naturaleza comercial e industrial.
La prioridad sobre el uso del agua, entonces, era decidida por la autoridad frente a la situación de hecho que le tocaba enfrentar. Nadie cuestionaba el hecho de que la merced debía concederse tomando en cuenta dichas prioridades.
En 1969, la reforma agraria sustituyó el régimen de aguas vigente por uno que limitaba el uso de las mismas al destino para el que fue concedido el derecho, prohibiendo la venta de la merced por sí misma (salvo en casos en que se hiciera con el predio en la cual escurría o se encontraba) y estableciendo una nueva lista de usos preferentes.
Cuando se impuso el Código de Aguas de 1981 (que se mantiene vigente en lo conceptual), se limitó la capacidad de la autoridad para intervenir y regular el uso que se dará a los derechos de aprovechamiento de agua entregados gratuitamente por el Estado a particulares.
Así constituidos, tales derechos se incorporan al patrimonio privado de sus titulares amparados por la garantía constitucional del derecho de propiedad, lo que resulta inusitado si se atiende al valor de este recurso para la vida humana y a la necesidad de establecer prioridades para su uso.
Esto contradice la condición de bienes nacionales de uso público de las aguas y produce efectos negativos para el interés de los habitantes del país, quienes en definitiva son sus verdaderos propietarios.
Así, por ejemplo, aunque sea de interés del país mantener campos cultivados, quienes tienen derechos de agua constituidos para su regadío, con uso estacionario de los mismos, pueden desprenderse de ellos a cambio de las ingentes sumas de dinero que el mercado les ofrece y venderlos a proyectos que requieren uso intensivo permanente. Así se han depredado o vulnerado gravemente un sinnúmero de acuíferos en el país.
De más está referirse al efecto adverso para el interés general que tiene el simple no uso o uso parcial de un derecho de aprovechamiento de aguas, por más que la reforma del Código del año 2005 haya venido a paliar este efecto negativo del sistema actual.
Otra de las iniciativas relevantes en el Congreso respecto del estatus jurídico de las aguas, se originó en un mensaje del 6 de enero de 2010 enviado por Michelle Bachelet justo antes del término de su primer periodo presidencial. La iniciativa propone en su artículo primero derogar el inciso final del artículo 19 N°24 de la Constitución. Nada se dice sobre la suerte de los derechos de agua constituidos con anterioridad a la derogación, los que, a nuestro juicio, deberían ser respetados en su integridad y así expresarse en el texto legal propuesto.
Tema aparte es resolver si los derechos de agua deben ser reconocidos como bienes nacionales de uso público a nivel constitucional como se propone en el artículo segundo del mensaje presidencial. Nos parece que este reconocimiento no es necesario y que basta que los derechos de agua queden regidos por el artículo 19 N° 23 de la Constitución en el que se dispone que la libertad para adquirir el dominio de toda clase de bienes que consagra no se extiende a aquellos que la naturaleza ha hecho comunes a todos los hombres o que deben pertenecer a la nación toda .
El Estado, como titular de derechos patrimoniales, está afecto a la limitación recién señalada. Ello significa que no puede adquirir el dominio de las aguas, pero sí puede otorgar derechos sobre ella en concesión conforme a las normas que al efecto debiera establecer el Código de Aguas. No existe, por consiguiente, el riesgo de una estatización de los derechos de agua.
Si se aprueba la reforma constitucional conforme a lo señalado precedentemente, habría que modificar el actual Código de Aguas para adaptarlo al nuevo régimen constitucional e introducirle los cambios que se estimen convenientes en orden a destinar los derechos de agua que se constituyan bajo el nuevo régimen para fines específicos.
No se nos escapa que las modificaciones recién señaladas son incompatibles con el régimen de mercado a que están sujetas las aguas en estos momentos. Pero ello es así precisamente porque se trata incuestionablemente de bienes nacionales de uso público.